Sobre: Draper, Susana. Libres y sin miedo. Horizontes feministas para construir otros sentidos de justicia. Buenos Aires: Tinta Limón, 2024

Amaranta Cornejo Hernández[1]

La siguiente reseña busca abonar a las discusiones sobre qué estamos entendiendo por justicia desde diversos feminismos, así como cuáles son las experiencias en la producción diaria, material y simbólica de la misma. Para ello, el texto retoma algunos de los hilos temáticos propuestos por la autora, que nos llevarán a discutir en torno a la injusticia social, la justicia transformadora, la justicia colaborativa y la producción de lo común como práctica política.

En 2024, Susana Draper publicó Libres y sin miedo. Horizontes feministas para construir otros sentidos de justicia, un libro hilvanado tejido a partir de un diálogo intergeneracional que recorre diversas experiencias, desde los barrios periféricos de Estados Unidos hasta las propuestas organizativas de las pibas secundarias en Argentina. Este recorrido histórico abarca desde las décadas de los sesenta y setenta del siglo xx hasta la emergencia del #MeToo y la primavera violeta latinoamericana, en la mitad de la segunda década del siglo xxi.

El rastreo documental que hace Draper abarca tanto lo urbano como lo rural, retomando fuentes primarias, novelas, poemas, entrevistas, textos académicos y fanzines. Esta diversidad de materiales permite recrear una genealogía feminista sostenida y que sostiene una postura interseccional, la cual visibiliza diversas dimensiones y entrecruzamientos de las mismas condiciones materiales y simbólicas que los sistemas institucionales de justicia tienden a ignorar.

Susana Draper explica que el origen del libro se encuentra en la discusión en torno a las violencias vividas por mujeres en las cárceles de Estados Unidos. A partir de esto, despliega una mirada doble sobre el continuum de violencias, ya que la cárcel es tanto un espacio donde se viven violencias, como una forma de “resolver” judicialmente distintos tipos de violencias.

A lo largo del libro, la autora recorre formas ya existentes de construir otros mundos no patriarcales, donde el sentido de justicia no pasa por la cárcel como única forma de resarcir los daños que provoca el continuum de violencias. Desde la introducción, la autora presenta diversas experiencias, como la de Occupy Wall Street en 2011, en la cual re-conoce la noción de lo común como una forma no patriarcal de abordar la la noción de justicia desde la clave del deseo. Este, en tanto clave y práctica política, se sostiene en el reconocimiento de los problemas como las violencias, no como un asunto individual, sino común, prefigurando así diversas formas de producir justicia que pasan por transformar las condiciones de injusticia social, que no es otra cosa que los históricos procesos de empobrecimiento, racialización, despojo y devastación vividos de forma desigual, según se ubique en la escala social y en algún punto geográfico.

El libro está organizado en tres secciones, que incluyen un total de siete capítulos, más unas palabras iniciales, introducción y agradecimientos. Con el deseo de compartir lo nutricia que ha sido su lectura, a continuación se presentan algunos puntos clave que sostienen de forma sensible y rigurosa los horizontes enunciados en el título del libro: otros sentidos de justicia desde las apuestas de diversos feminismos.

La materialidad del lenguaje es una de las tramas que hilvana el libro, y lo hace desde un horizonte transgeneracional a partir de re-conocer los saberes instalados en diversos feminismos. Así, nos encontramos con Angela Davis, Silvia Federici y Audre Lorde, entre muchas más, quienes de forma nítida nos permiten sentir la conexión afectiva y el legado que proviene de linajes feministas que disputan las violencias y nociones de (in)seguridad desde la alegría.

Desde un inicio, puede identificarse un ensanchamiento de la noción de seguridad a partir de un horizonte de dignidad que se da y sostiene en relaciones sociales en las cuales la vida es puesta en el centro, a partir del ejercicio de desindividualizar la vida en torno a dos preguntas: ¿quién y por qué mata a las mujeres? y ¿quién, por qué y para qué impone miedo y muerte?

Para responder estas preguntas, y muchas otras más igual de fértiles que encontramos a lo largo del libro, en la primera sección, Draper nos lleva de regreso a la complejidad que entraña la propuesta de la interseccionalidad, ubicándola en el momento histórico en el cual nació. Este ejercicio genealógico permite recuperar la potencia política de tal propuesta, que no sólo es metodológica, sino, sobre todo, de transformación social. La autora, en ese ejercicio de construir puentes entre el pasado y el presente de las luchas feministas, plantea la fertilidad de la imaginación política con la cual buscar respuestas a cómo producimos condiciones para vivir vidas dignas, y a cómo, desde dónde y con quiénes producimos nociones de seguridad que no pasen por dinámicas de securitización, sino que prefiguren horizontes antipatriarcales.

Un ejemplo de este enfoque es el recorrido que hace sobre los diversos procesos de reconocimiento de las formas como se imbrican condiciones históricas que hacen que las mujeres racializadas entren en los bucles de actividades criminalizadas o de ser víctimas de crímenes, como el feminicidio. Ante esto, emerge de forma contundente la pregunta sobre qué justicia queremos, para lo cual, reiteradamente, la autora señala la lucha de diversos colectivos y organizaciones feministas en todo el continente americano, que parten de nociones de justicia que buscan la transformación radical de las condiciones sociales y culturales que producen violencias, incluso mortales. Estas violencias no sólo dañan en lo individual, sino que afectan también a las tramas comunitarias.

Los capítulos 2 y 3 abordan una problemática acuciante en la región: las violencias feminicidas. Draper retoma discusiones que han atravesado a los feminismos en sus distintas vertientes y fases históricas, una de ellas tiene que ver con la radical crítica al amor romántico. A lo largo de estos capítulos, puede reconocerse la insistencia de diversos colectivos y escritoras por desnaturalizar la visión que une amor con propiedad, es decir, que los varones son dueños de nuestros cuerpos, nuestras vidas y nuestras energías vitales. Esta mirada crítica abre paso al cuestionamiento en torno a la criminalización de la autodefensa que las mujeres podemos llegar a ejercer como acto de defensa de nuestras vidas. La autodefensa, nos recuerda Draper, pasa por dejar de ser la “víctima ideal” (p. 85), así como por fracturar la jerarquización de las vidas, según la cual unas merecen o están destinadas a vivir y someterse a las violencias, y otras no.

En el libro, la autodefensa no se entiende como actos sólo frente a actos agresivos, sino principalmente como un ejercicio para revertir la sedimentada imbricación entre sexo y clase. Este movimiento permite, por un lado, reconocer que en las instituciones que imparten justicia no se relaciona al amor romántico con las violencias del Estado, sosteniendo así nociones de imparcialidad que desconocen los daños del cúmulo de las violencias feminicidas en los cuerpos de las mujeres. Por otro lado, también subraya la potencia política del deseo, en tanto alberga la capacidad de protestar e ir más allá de la protesta. La autora nos recuerda lo que sor Juana Inés de la Cruz afirmó siglos atrás en su Respuesta a Sor Filotea: el silencio es la negación de las realidades y, por ende, puede provocar un olvido cómplice de injusticia.

A partir de la revisión de novelas escritas por Mariana Enríquez, Cristina Rivera Garza y Belén López Peiró, puede comprenderse la urgencia de transformar los contextos de escucha, es decir, provocar cambios culturales que propicien una justicia social desde lo sensible. Esta justicia abriga una comprensión transformadora que entienda y no estigmatice a las mujeres cuando nos atrevemos a dar testimonio de las violencias vividas, cuando sobrevivimos a ellas. Esos contextos de escucha transformados podrían incluso prevenir muertes por feminicidio, pues socialmente estaríamos en grado de poner atención a las señales de peligro que las mujeres tenemos en nuestros cuerpos. Así, el capítulo 3 es un ejemplo de cómo producir esos contextos de escucha, puesto que desde la revisión misma de tres niveles y diversos poemas, la autora produce una conexión desde reacciones estéticas. Esto nos deja una pista a quienes planteamos la escritura como un espacio en disputa, pues nos lleva a reflexionar sobre las formas como comunicamos ideas y reflexiones.

Si en la primera parte del libro la pregunta era: ¿quiénes nos están matando?, acuñada en los años setenta del siglo pasado en el área de Boston; en la segunda parte, Susana Draper plantea un desplazamiento hacia dos preguntas relacionadas con los sistemas de impartición de justicia: ¿quién nos defiende? y ¿a quién defiende la justicia institucionalizada? De esta manera, la autora nos pone frente a otro campo de disputa: los entornos legislativos, no como un fin, sino como una forma estratégica de lucha.

A partir de ello, podemos re-conocer la sedimentación del sistema de dominación imbricado (patriarcado, colonialismo y capitalismo) en los sistemas de justicia institucionalizada en cualquier país del continente, en tanto castigan desde la estigmatización de la pobreza y la precarización, las cuales son las bases que sostienen la criminalización de mujeres empobrecidas y racializadas. Esto sucede sin que tales formas de justicia reconozcan la interrelación entre las políticas económicas con diversas formas de violencia. Aquí emerge una nueva pregunta: ¿para quién se legisla? Para responder a esto, la autora nos presenta luchas por políticas públicas presupuestarias que ponen en el centro la capacidad de reproducir la vida. Un ejemplo es el desplazamiento de la lógica de los derechos reproductivos a la de justicia reproductiva, la cual señala las diversas capas y condiciones que atraviesan las mujeres racializadas en su posibilidad de decidir ser madres o no, lo cual habilita o no su capacidad de vivir autónomamente las decisiones sobre sus cuerpos.

Lo anterior nos lleva al señalamiento que Draper retoma de Silvia Federici: “En la sociedad capitalista el cuerpo es para las mujeres lo que la fábrica es para los trabajadores asalariados: el principal terreno de su explotación y resistencia” (p. 167). Esta reflexión guía el capítulo 5, en el que se escuchan las voces-historias de mujeres en situación de cárcel. Estas narrativas no sólo nos permiten entender por qué son encarceladas, sino también conocer el intenso trabajo de pedagogías en la frontera del dentro-afuera de las cárceles para producir otros horizontes de vida para las mujeres más allá de la cárcel. En este capítulo, Draper retoma la discusión en torno a la guerra contra las drogas en el hemisferio norte como un cúmulo de políticas que sedimentan las violencias neoliberales, es decir, aquellas que reiteran sistemáticamente la expropiación, la extracción y la devastación de los cuerpos-territorio-tierra de innumerables comunidades. De esta manera, la autora nos lleva a reflexionar sobre el carácter neocolonial de tales políticas con su despliegue de financiarización de la vida.

Frente a este cúmulo de dinámicas, los diversos y numerosos colectivos de casas para mujeres que salen de las cárceles prefiguran la potencia política de los cuidados en colectivo, ya que producen y sostienen infraestructuras de vida comunitaria que desdibujan a la cárcel como una opción de vida. Además, permiten a las que aún están dentro cambiar las condiciones materiales y subjetivas bajo las cuales se hacen cargo de mantener a sus familias.

Otra forma que hace frente a la dinámica neocolonial se relaciona con las experiencias de justicia colaborativa, en la cual, entre otras cosas, son las tramas afectivas las encargadas de armar expedientes y presentar testimonios en los juicios contra las mujeres. Quienes participan se encargan de presentar las complejas condiciones que han configurado la precarización de las vidas de esas mujeres, desmontando el estigma de ser “malas mujeres”. Aquí vuelve a emerger la materialidad de las palabras en clave colectiva.

A lo largo del libro, la clave de la comunidad como potencia hilvana diversas discusiones. En la última sección, esta es abordada a profundidad en tanto que nos permite pensar en otros sentidos de justicia; ya sea al reconocer la correspondencia entre el individualismo y el neoliberalismo con sensaciones y nociones de inseguridad por la carencia de posibilidades para sostener los vínculos comunitarios, como al producir formas de intervenir en el “antes” del despliegue de las violencias a partir de transformar las condiciones de vida y, por ende, los vínculos comunitarios.

En esta sección del libro, la autora revisa cómo las narcoviolencias tienen el carácter de límite, ya que se puede identificar al narcotráfico como un agente desterritorializador, que expropia y extrae bienes naturales y energía vital de las personas, al tiempo que provoca desplazamientos forzados. Estos fenómenos forzados han configurado esquemas militarizados de seguridad deslavando la capacidad de cuidado comunitario de los cuerpos-territorio-tierra. Como parte de este devastador fenómeno sociocultural, Draper devela la potencia de diversas experiencias de lucha que fracturan la impotencia, a partir de ir creando condiciones para hablar y escuchar como formas de entender por qué se vivieron diversas violencias, emergiendo, así, lo que la autora presenta como justicia transformadora. Aquí es clave entender que la violencia interpersonal no puede ser reducida a la individual, ya que cada unx de nosotrxs estamos insertxs en diversas tramas sociales que son afectadas cuando algunx de sus integrantes sufre o ejerce violencia.

Entonces, la clave sería pensar y vivir la seguridad como “resguardo del y en el territorio” (p. 221). De esta manera, el cuerpo-territorio-tierra sería la trama que hilvana nociones de seguridad y bien-estar, donde la reproducción de la vida está, sin duda, al centro. Un ejemplo serían las rondas de Cherán (Michoacán, México), donde el resguardo, en tanto forma de cuidado, nutre el sentido de comunidad, lo cual permite una forma de bien-estar y justicia, en la que la producción de lo común es posible porque se politiza al daño y al malestar como un asunto colectivo y no individual. Para lo cual, la autora plantea dos fértiles preguntas que emanan de las rondas en Cherán: ¿cómo nos cuidábamos antes? y ¿cómo funcionaba la justicia antes? La última nos obliga a repensar la relación con el Estado desde una óptica que disputa la producción de narrativas y sentidos en torno a la justicia e injusticia, al poder distinguir la diferencia entre demandar-exigir soluciones únicamente desde tal agente, y hacer posible crear infraestructuras que afirmen colectivamente nuestra capacidad para hacerse cargo de forma colectiva de los efectos del continuum de violencias. Esto implica el reto de producir memoria al recordar, re-conocer y poner en práctica los conocimientos y capacidades ya instaladas. Susana Draper nos nutre con todas las experiencias que presenta en clave intergeneracional y transnacional, lo cual en sí es ya una respuesta radical que reconstruye aquellos lazos que el sistema imbricado ha fragmentado, pero que en este libro podemos re-conocer como inspiración para ejercer la imaginación política sobre otros sentidos de justicia.

[1] Profesora investigadora integrante del Cuerpo Académico Entramados Comunitarios y Formas de lo Político del Posgrado en Sociología de la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla.

Correo electrónico: amaranta.coher@gmail.com ORCID: https://orcid.org/0000-0001-9481-1194

 

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