El cruce entre islamofobia y feminismo islámico. Comprender la lucha de las mujeres musulmanas a través de la interseccionalidad
Resumen
El feminismo surgió en la Francia posrevolucionaria del siglo xviii y se extendió por el hemisferio norte. A partir del siglo xx se distinguieron diferentes corrientes y se convirtió en un movimiento heterogéneo que se adaptó a las exigencias de cada época y lugar. Sin embargo, existe un concepto capaz de aglutinar las experiencias diversas de las mujeres en el mundo entero: interseccionalidad. Este concepto, acuñado por la académica afroamericana Kimberle Crenshaw, resulta primordial para comprender de qué manera las mujeres musulmanas entablan su lucha feminista evitando caer en relativismos culturales. A través de la interseccionalidad se vislumbra la urgencia de aplicar una visión poscolonial a los estudios de género. Este artículo pretende reflexionar sobre la tendencia a repetir narrativas discriminatorias, orientalistas e islamófobas al momento de estudiar el feminismo islámico. Recordemos que el feminismo es una lucha incluyente que busca la construcción de espacios interculturales de respeto. Comprender la cotidianidad de la mujer afroamericana, indígena, musulmana, árabe, asiática, lesbiana, transexual, migrante, nos ayudará a combatir las raíces de un sistema que oprime todo aquello que no encuadre con el modelo de ciudadano: el hombre blanco burgués (Hernández Vilchis, 2021). No obstante, si se aborda esa cotidianidad desde un pensamiento colonial caeremos en señalar rasgos tanto culturales como sexistas en lugar de señalar el sexismo donde aparezca y en quien lo ejerza. Pongamos atención en los victimarios y no en las víctimas, las mujeres son mujeres sin importar raza, color de piel, religión, orientación sexual, edad o condición social (Hernández Vilchis, 2021).
Palabras clave: feminismo islámico, islamofobia, orientalismo, interseccionalidad, colonialismo.
Introducción
En su libro Living a Feminist Life, Sara Ahmed realiza un diagnóstico de la cotidianidad de una feminista y lo resume en una palabra: aguafiestas. Así es, ser feminista significa ser una aguafiestas. La feminista es aquella que señala las imposiciones que se han cernido sobre el cuerpo de las mujeres mediante los mandatos de feminidad y felicidad. “La aguafiestas es aquella que no hace de la felicidad de los demás su causa. Cuando no está dispuesta a hacer de la felicidad (de los demás) su causa, provoca infelicidad” (traducción propia) (Ahmed, 2017, pp. 74-75).
Sara Ahmed es hija de un padre pakistaní y una madre inglesa, nació en Inglaterra y creció en un ambiente que poco a poco la hizo sentir diferente. A través de las memorias que su cuerpo guarda de las diversas experiencias de discriminación de las cuales ha sido objeto, nos muestra ejemplos de la manera en la que la interseccionalidad ha marcado sus experiencias profesionales y personales. La han discriminado por ser pakistaní, por ser mujer y por ser lesbiana. En su familia causó infelicidad por no ajustarse al modelo del libreto patriarcal; en el espacio público causaba confusión por ser una morena británica de padre musulmán con una orientación sexual que difiere de la idea que se tiene sobre “esa cultura atrasada”.
Si felizmente te desvías de una expectativa (social), tu alegría se convierte en un robo para ellos (la familia o la sociedad). Pero es más complicado [...] si eres homosexual, hija (dentro) de una familia migrante, morena, musulmana o musulmán mixto, es más complicado […] el hijo (o hija) no convencional de la familia migrante proporciona una forma convencional de esperanza social. La niña queer podría describirse como una niña poco convencional, que tiene que luchar contra su familia para salir del clóset. En el caso de una familia migrante morena, la familia se imagina como un peso muerto: existe la expectativa de que su familia sea más opresiva, menos tolerante [...] Ser dirigido hacia la felicidad es ser dirigido lejos de tu familia, pues surgen en el imaginario nacional como aquellos que te están reteniendo (impidiendo ser feliz). Y luego los usos y costumbres (la cultura familiar) se convierten en cosas que esta niña queer morena tiene que dejar atrás; la felicidad supone salir (del clóset). Traducción: la felicidad se convierte en aproximarse a la blancura. (traducción propia) (Ahmed, 2017, p. 52)
Si analizamos esta anécdota encontraremos que aún existe entre las feministas no periféricas o de la narrativa hegemónica, así como en la sociedad en general, la tendencia a asumir que las culturas no occidentales son “naturalmente” más sexistas y homofóbicas. Esto es orientalismo puro. ¿Qué es el orientalismo? (Esta pregunta se responderá en el siguiente apartado.) Además, en otros espacios, así como en mi práctica docente, he intentado ya explicar la importancia de este término. Edward Said, académico estadounidense de origen cristiano palestino acuñó este término en los años setenta. Su libro Orientalismo, publicado en 1978, ocasionó un epicentro en el seno de los Estudios Orientales y se convirtió en un parteaguas entre el antes y el después de esa “disciplina”. Con ese libro, Said estableció una de las bases más importantes de la teoría poscolonial y la crítica hacia la narrativa colonialista que aún se mantiene en la actualidad.
¿Cómo afecta el orientalismo a la comprensión de las realidades y las luchas de las mujeres árabes y musulmanas? Este texto busca dar argumentos para responder esta pregunta, pues comprender de qué manera el feminismo hegemónico puede ser utilizado para justificar un discurso discriminatorio, racista y paternalista nos permitirá revelar las diferentes intersecciones que atraviesan los cuerpos y las experiencias de las mujeres árabes y musulmanas en distintos contextos.
Este texto se dividirá en cuatro secciones. Las dos primeras se enfocarán en el marco teórico, en los conceptos que servirán de guía para proponer una visión menos paternalista y colonialista; una visión que permita cuestionarnos la construcción colonialista y la instrumentalización del feminismo como herramienta de ese pensamiento colonialista. Este acercamiento decolonial permitirá comprender las realidades y las luchas de las mujeres árabes y musulmanas sin tantos prejuicios.
Las últimas secciones ofrecerán dos estudios de caso que, además, recientemente fueron muy mediatizados: Afganistán en agosto de 2021 y los Territorios palestinos en mayo del mismo año. Éste es un artículo reflexivo que busca integrarse a las discusiones sobre el feminismo y las relaciones internacionales. Para el caso de las mujeres palestinas se verá enriquecido con algunas observaciones e interacciones que pude realizar durante mi trabajo de campo doctoral en Ramala, Territorios palestinos. Cabe aclarar que la investigación era acerca del proceso de profesionalización de los periodistas palestinos y no se buscó darle un enfoque de género. No obstante, realicé varias estancias entre 2009 y 2012 durante las cuales entrevisté a varias periodistas y conviví con muchas mujeres, así que pude hacerme una idea de cómo vivían las mujeres palestinas bajo ocupación.
Del orientalismo a la islamofobia
Dividir a los árabes en jerarquías y clasificarlos por su religión es un acto racista, pues la cristiandad acerca a algunos de estos árabes a la “blanquitud” que exige Occidente para su aceptación. Los árabes musulmanes, por ser musulmanes, simplemente no pueden ser “blancos” y, por ende, son inferiores. Los árabes musulmanes se encuentran en una intersección en la cual son discriminados por ser árabes y por ser musulmanes; en el caso de las mujeres árabes musulmanas se suma la discriminación sexista condescendiente del pensamiento colonial que las ve como entes sin agencia sometidas por su cultura.
Por lo tanto, el orientalismo no es una simple disciplina o tema político que se refleja pasivamente en la cultura, en la erudición o en las instituciones, […] es la distribución de una cierta conciencia política en unos textos estéticos, eruditos, económicos, sociológicos, históricos, filológicos; es la elaboración de una distinción geográfica básica […] es una cierta voluntad o intención de comprender –y en algunos casos incluso de controlar, manipular e incluso incorporar– lo que manifiestamente es un mundo diferente […] es sobre todo un discurso que de ningún modo se puede hacer corresponder directamente con el poder político, pero se produce y existe en virtud de un intercambio desigual con varios tipos de poder […] mi tesis consiste en que el orientalismo es –y no solo representa– una dimensión considerable de la cultura, política e intelectual moderna, y, como tal, tiene menos que ver con Oriente que con “nuestro” mundo. (Said, 2016, pp. 34-35)
El discurso orientalista no sólo justifica la dominación del “otro” bajo pretexto de “civilizarlo”, sino que además coloniza la mente del dominado. El dominado normaliza la necesidad de ser “civilizado” y no es sino hasta que lo ha perdido todo, que entiende que ha sido víctima del racismo sistematizado. Sherene Seikaly muestra, a través de la historia de su ancestro, de qué manera el sistema colonial utilizaba a conveniencia al “otro” árabe para sus empresas coloniales en África y después los colonizaba o permitía que se les colonizara.
El gobernador colonial de Egipto (administración: 1883-1907), Lord Cromer, consideraba superiores a los cristianos sirios de sus hermanos musulmanes. El cristiano sirio, como él dijo, “realmente es civilizado” […] Los médicos como Naim, estos funcionarios (británicos) asumieron (que), eran pasivos, apolíticos y blanco-adyacente. Eran reclutas ideales del Departamento Médico en sus intentos coercitivos y militarizados por controlar la enfermedad de la encefalitis letárgica en el sur de Sudán. (traducción propia) (Seikaly, 2019, pp. 1681-1682)
A propósito de una conferencia sobre islamofobia organizada por la Universidad de Michigan reflexioné acerca de la conexión entre el orientalismo y la islamofobia. Que haya sido un académico estadounidense de origen palestino cristiano, exiliado de su Jerusalén natal cuando era niño, quien desmenuzara detalladamente el discurso discriminatorio que ejerce la academia, el arte, los medios y la política Occidental sobre el “otro oriental” no me parecía casualidad.
Los palestinos han tenido que enfrentarse a una narrativa que los deshumaniza para justificar su colonización desde principios del siglo xx, y más exactamente a partir de la guerra de 1948; guerra que significó la independencia para los israelíes y la nakba (catástrofe en árabe) para los palestinos. Esa catástrofe no sólo se tradujo en el despojo y el desplazamiento de sus tierras, sino también en el despojo de sus derechos políticos. Khaled Beydoun traza los orígenes de la islamofobia en Estados Unidos y también llega a la conclusión de que ésta se origina en el discurso orientalista.
La islamofobia es la progenie moderna del orientalismo, una cosmovisión que presenta al islam como la antítesis civilizatoria de Occidente y que se basa en los estereotipos centrales y las distorsiones básicas del islam y los musulmanes incrustados en las instituciones estadounidenses y en la imaginación popular a través de la teoría, las narrativas y el derecho orientalistas. (traducción propia) (Beydoun, 2018, pp. 28-29)
La islamofobia es entonces parte de una larga tradición de desconfianza hacia los musulmanes. Por ejemplo, en España se utiliza también el término maurofobia para explicar el sentimiento de rechazo hacia los árabes y judíos; sentimiento que se recrudeció a partir de la Reconquista de Granada en 1492, la expulsión de musulmanes y judíos, y la instauración de la Inquisición. La Reconquista coincidió con el “inicio de la expansión castellana por el litoral norteafricano […] y a su inevitable enfrentamiento con el expansionismo occidental del Imperio Otomano” y estos enfrentamientos llegaron a su punto culminante en “la batalla naval de Lepanto en 1571” (Martín Corrales, 2004, p. 40).
El orientalismo se manifiesta mediante los prejuicios que se repiten sin cesar sobre el islam y la cultura árabe que se difunden a través de los medios de comunicación, los discursos políticos discriminatorios, los trabajos académicos, las películas, la literatura, la pintura Occidental sobre lo Oriental; todas estas narrativas se convierten en políticas públicas, son la justificación para dominar a ese “ser exótico irracional” y ofrecerle “civilización”.
De hecho, el discurso orientalista tiende a confundir árabe con musulmán cuando no es para nada lo mismo. El país con más musulmanes en el mundo es Indonesia, 216 millones aproximadamente, y no son árabes; India es el tercer país con más musulmanes en el mundo y son una minoría respecto a la mayoría hinduista. Los árabes son una etnia, los une una misma lengua que se expande desde el norte de África hasta la península arábiga. Sin embargo, no todos los árabes son musulmanes, los hay cristianos, judíos y ateos. Egipto es el país árabe con más musulmanes, pero se ubica en el sexto puesto a nivel mundial; es decir por debajo de Indonesia, India, Pakistán, Bangladesh y Nigeria. Por otro lado, en México la mayoría de los árabes son originarios del Líbano y son cristianos maronitas; el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (inegi) contabilizó 805 personas mayores de 12 años originarias de ese país –que respondieron haber nacido allá– en su censo de 2020. En cuanto a los musulmanes, este mismo censo contabilizó 6 754 personas mayores de 12 años que profesan el islam; la mayoría de estos musulmanes son conversos y los extranjeros provienen de países no árabes.
Parece increíble que debamos comenzar por este tipo de generalidades que pudieran parecer obvias, generalidades con las que comienzo todos los cursos sobre Medio Oriente. Precisamente el orientalismo ha provocado que este tipo de estereotipos se repitan sin cesar y crezcan hasta convertirse en un discurso de odio que justifica o inspira los crímenes de odio; de ahí a justificar un genocidio, nos encontramos a pocos pasos.
El mismo concepto de Medio Oriente resulta orientalista. ¿Para quién es la mitad del oriente? Para la potencia que emergió de la Segunda Guerra Mundial: Estados Unidos. Antes era el Próximo Oriente porque estaba cerca de las antiguas potencias europeas. Una mejor manera de llamarle a esta región sería Asia occidental, pues se refiere únicamente a la posición geográfica, como norte de África, África subsahariana, Asia central, sureste asiático, etcétera.
El orientalismo en su forma más virulenta se convierte en islamofobia, en un discurso racista irracional. La “guerra contra el terrorismo”, que comenzó después de los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001, fue un catalizador para que el discurso islamófobo creciera al punto que Donald Trump se atrevió a prohibirle la entrada a personas originarias de países con una importante población musulmana: Siria, Irán, Irak, Libia, Yemen, Sudán, Kirguistán, Somalia, Chad, Nigeria y Tanzania. Éste es uno de los mejores ejemplos de cómo un discurso discriminatorio se puede convertir en una política discriminatoria.
De igual forma, estos discursos de odio se pueden convertir en crímenes de odio. Un episodio que algunos lectores recordarán es la masacre dentro de un Walmart en Texas el 3 de agosto de 2019 en el que 22 personas murieron y otras 26, incluidas niños, resultaron heridas (bbc, 2019). Sin embargo, pocas personas en México conocen la historia de la familia Barakat de Chapel Hill en Carolina del Norte. Tres jóvenes fueron asesinados dentro de su casa por un vecino que los consideraba intrusos: un joven estudiante, que deseaba convertirse en dentista y amante del basquetbol, recién casado con otra joven apasionada de ese deporte, seguidora de los Lakers, y la hermana de esta joven se encontraban cenando en su departamento cuando Craig Hicks tocó a su puerta para asesinarlos. Deah Barakat de 23 años, Yusor Mohammad, su esposa de 21 años, y Razan Mohammad, su cuñada de 19 años, fueron asesinados porque su asesino no podía aceptar su diferencia, el velo de las chicas lo incomodaba de manera irracional (ted, 2016). Aunque claramente su aspecto denotaba su pertenencia a una religión y ésta fue el motivo de su asesinato, a Craig Hicks lo condenaron a cadena perpetua por el delito de tres asesinatos en primer grado, pero no se consideró su acto un crimen de odio (bbc, 2019).
Desafortunadamente, este discurso de odio afecta también a los árabes cristianos, pues al ser árabes se les considera “machos, violentos e incivilizados”, se les llega a confundir con “musulmanes terroristas” e incluso en Estados Unidos han sido víctimas de crímenes de odio. Tal es el caso de Khalid Jabara, americano-libanés y cristiano que fue asesinado, también, por su vecino en Oklahoma. El asesinato de Khalid sí fue considerado un crimen de odio: “Stanley Vernon Majors, de 63 años, fue declarado culpable de intimidación o acoso malicioso, un crimen de odio y amenaza de un acto de violencia, ambos delitos menores” (Almasy y Toropin, 2018).
La islamofobia no solamente afecta a los hombres, pues las mujeres musulmanas son vistas como personas sin agencias sometidas al “machismo del islam”. Esa visión no sólo resulta simplista, sino orientalista e islamófoba. Considerar que la mujer musulmana es incapaz de tomar las riendas de su vida por el simple hecho de haber nacido en el seno de una familia musulmana es discriminarla y disminuirla. Las mujeres musulmanas se encuentran en una intersección. ¿Qué es la intersección? En la siguiente sección explicaremos este término y de qué manera ayuda a comprender la cotidianidad de las mujeres árabes y musulmanas.
Feminismo islámico e interseccionalidad
Kimberle Crenshaw es la académica que acuñó el término interseccionalidad para los estudios de género. Su artículo publicado en 1989 ofreció tres ejemplos de litigios en los que tres diferentes mujeres afroamericanas alegaban haber sido discriminadas por su raza y por su género. En ese texto sugirió que “las mujeres negras pueden experimentar discriminación de formas que son similares y diferentes a las experimentadas por mujeres blancas y hombres negros” (1989, p. 149).
En otras palabras, la interseccionalidad permite comprender cómo una persona puede ser discriminada por distintas razones al mismo tiempo, por ejemplo: por ser mujer y negra, mujer y musulmana, mujer y lesbiana, mujer y transexual, mujer e indígena, mujer y pobre. Pueden llegar a ser varias las “capas” de discriminación las que una persona enfrente, esto también es debido a la interseccionalidad.
En este contexto, las mujeres musulmanas y las feministas islámicas han insistido en que suponer que su cultura o religión es inherentemente más machista que la cristiana o del Norte Global es una forma de discriminación racista que las considera personas sometidas sin agencia ni opinión. De hecho, algunas rechazan el término de feminismo islámico porque consideran que es orientalista y, en consecuencia, reproduce un discurso islamófobo. En resumen, lo consideran parte del discurso colonialista.
El movimiento por el islam europeo y también el(os) islam nacional(es) desvinculados de la ummah, como el islamismo británico, ha sido dirigido o instigado muchas veces por figuras involucradas en esos movimientos radicales y transformacionistas. Pese a enmarcarse como discurso de empoderamiento para comunidades diaspóricas en contextos occidentales para desarrollar una identidad positiva más allá de la de víctima radicalizada y esencializada (Ramadan, 1999), estos movimientos han interiorizado ciertos conceptos occidentales que van en contravía con la idea de la transformación y la liberación. En ningún lugar es más evidente esto que en la apropiación que estos movimientos hacen del término feminismo islámico, situando de manera explícita dichos discursos en una teleología diferente a la de los movimientos de liberación en el mundo musulmán. (Merali, 2014, p. 95)
En otras palabras, para ser aceptadas dentro de la corriente feminista occidental, deben demostrar que están dispuesta a occidentalizarse o se les verá como falsas feministas. Sin darse cuenta, las feministas hegemónicas que las orillan a elegir el feminismo occidental como la única vía de liberación del patriarcado, están reproduciendo un discurso colonialista, patriarcal, racista, orientalista e islamófobo.
Las feministas ignoran cómo funciona su propia raza para mitigar algunos aspectos del sexismo y, además, cómo a menudo las privilegia y contribuye a la dominación de otras mujeres. En consecuencia, la teoría feminista sigue siendo blanca y su potencial para ampliar y profundizar su análisis al dirigirse a las mujeres no privilegiadas sigue sin realizarse (traducción propia). (Crenshaw, 1989, p. 154)
Se supone que el feminismo busca que se respete la decisión de las mujeres a decidir sobre su cuerpo, eso incluye la manera de vestir. Varias mujeres musulmanas señalan atinadamente que es tan violento imponerle a una mujer un tipo de vestimenta, como exigirle que se despoje de ciertas prendas para ser aceptada (ted, 2017). Igualmente, señalan que la cosificación de la mujer que impone un estereotipo de feminidad hipersexualizada es sólo un rostro más del patriarcado disfrazado de empoderamiento. En ese mismo orden de ideas, tan radical resulta que los talibanes les impongan el burka a las mujeres afganas, como radical es que en las escuelas públicas de Francia se les impida entrar a las chicas musulmanas por utilizar el velo.
El concepto de ciudadanía francés está basado en el modelo del hombre-blanco-
burgués que se empodera con las ideas de la Ilustración y el desenlace de la Revolución francesa. El inicio del feminismo precisamente surgió cuando Olympe de Gouges escribió la Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana en respuesta a la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano. En realidad, sólo hizo una transcripción y cambió los sustantivos masculinos por femeninos. Sin embargo, con ese simple gesto dejó al descubierto que las mujeres, la mitad de la población, no estaban siendo consideradas en el nuevo modelo de gobierno ni eran ciudadanas con derechos.
De esta manera, Olympe de Gouges fue la primera en criticar de qué manera el sistema “sexo-género”, o patriarcado, transforma las características biológicas de los seres humanos en “productos de la actividad humana” o actividades productivas (Rubin, 1986). En esa lógica, la mujer debe dedicarse a los cuidados de la familia, del hogar, al espacio privado para sostener con ese trabajo no remunerado el trabajo que se le paga y se le reconoce al hombre en el espacio público creando leyes, inventado nuevas máquinas y formando a los líderes del futuro. La mujer debe producir hijos, el hombre tiene la libertad de producir diferentes realidades e ideales.
La subordinación de las mujeres puede ser vista como producto de las relaciones que producen y organizan el sexo y el género. La opresión económica de las mujeres es derivada y secundaria. Pero hay una “economía” del sexo y del género, y lo que necesitamos es una economía política de los sistemas sexuales, necesitamos estudiar cada sociedad para determinar con exactitud los mecanismos por los que se producen y mantienen determinadas convenciones sexuales (traducción propia). (Rubin, 1986, p. 113)
El feminismo hegemónico se ha interesado muy poco y tardíamente en comprender las realidades de las mujeres no blancas ni burguesas. Las mujeres occidentales frecuentemente miran de manera condescendiente y paternalista a las musulmanas porque las consideran sometidas y sin capacidad de agencia. Esta visión es una reproducción de la narrativa colonialista patriarcal que sólo puede ver a las mujeres negras, indígenas o musulmanas como botín de guerra o “especie exótica” para su recreación y servicio. Desconoce a menudo la manera en que el islam mejoró la situación de las mujeres de la península arábiga, les dio protección y agencia. Cuando se habla de feministas desde el Norte Global se habla de feministas blancas burguesas o de aquellas nativas del Sur Global que se han alineado a ese feminismo hegemónico.
Poco se sabe del rol fundamental que tuvieron las feministas latinoamericanas en la inclusión de los derechos de las mujeres en la Carta de las Naciones Unidas “a pesar de las objeciones expresadas de las representantes del Reino Unido y Estados Unidos” (Marino, 2021, p.17). Fue la feminista brasileña Bertha Lutz, el “cerebro” detrás del movimiento sufragista en su país, a quien se le puede adjudicar este logro en la Conferencia de San Francisco de 1945. Y no lo hubiera logrado sin la ayuda de otras feministas latinoamericanas. “En particular, Minerva Bernardino (República Dominicana) y Amalia de Castillo Ledón (México), presidenta y vicepresidenta de la Comisión Interamericana de Mujeres (cim)”, que “habían venido a promover los derechos de la mujer, como habían hecho en Chapultepec apenas un mes antes” (Marino, 2021, p. 254).
Poco se conoce de Fatima al-Fihri y su hermana, originarias de Túnez y herederas de la fortuna de su padre comerciante quien las llevó a Marruecos. Con esa fortuna fundaron la primera universidad de la que se tiene récord, al-Qarawiyyin, en Fez en el año 859. Tampoco se conoce la historia de la princesa nigeriana Nana Asma’u del siglo xvii, poeta que escribía en tres idiomas. Desde su postura de privilegio impartió clases a mujeres en el califato de Sokoto y sus tres obras en árabe han sido recordadas a través de las generaciones. Y mucho menos hemos escuchado la historia de la valiente guerrera Nusaybah Bint Kaab, quien le salvó la vida al profeta Muhammad en la batalla de Uhud en el año 625 (Sinai, s. f.). Ella se quedó en la retaguardia, defendiendo la retirada del profeta.
Por todo este desconocimiento del islam y las civilizaciones islámicas –y del Sur Global en general– es que el feminismo hegemónico puede fácilmente reproducir un discurso colonialista, orientalista e islamófobo. El islam europeo y el feminismo islámico han comprometido la libertad de los musulmanes al interiorizar ciertos conceptos occidentales y borrar las diferencias en un intento de homogenización y asimilación. Además, se espera de un “buen musulmán” asimilado a los países que lo reciben que deje de criticar las intervenciones de estos países del Norte Global en sus países del Sur Global. Por ejemplo, una de las abdicaciones de estos musulmanes asimilados al Norte es la causa palestina.
En síntesis, si bien hay muchos y diversos movimientos para la justicia de género entre las mujeres (y los hombres) en los últimos cien años, el término “feminismo islámico” ya está limitado en muchas partes de la literatura académica en su aplicación a solo ciertos grupos y a ciertas formas de pensamiento occidentalocéntricas. Esas formas de pensamiento socavan las credenciales del régimen académico en la medida en que socavan las aspiraciones libertarias. (Merali, 2014, p. 101)
Las mujeres musulmanas, se consideren feministas o no, buscan no sólo hacer valer sus derechos, sino también visibilizar de qué manera el discurso de odio a su religión las coloca en una intersección en la cual de inmediato son discriminadas y consideradas como sumisas y “desempoderadas” por el simple hecho de utilizar un velo. El feminismo tiene la obligación de escuchar las historias de estas mujeres y evitar reproducir un discurso colonialista patriarcal que sólo profundiza la intersección en la que estas mujeres se encuentran en lugar de combatirla.
Otro ejemplo de cómo la teoría (feminista) que emana de un contexto blanco oscurece la multidimensionalidad de la vida de las mujeres negras se encuentra en el discurso feminista sobre la violación. Un tema político central en la agenda feminista ha sido el problema generalizado de la violación [...] Los estatutos de violación generalmente no reflejan el control masculino sobre la sexualidad femenina, sino la regulación masculina blanca de la sexualidad femenina blanca. Históricamente, no ha habido absolutamente ningún esfuerzo institucional para regular la castidad de las mujeres negras. Los tribunales de algunos estados habían llegado a instruir a los jurados que, a diferencia de las mujeres blancas, no se presumía que las mujeres negras fueran castas (traducción propia). (Crenshaw, 1989, 157)
Es indispensable que comencemos a comprender de qué manera a las mujeres musulmanas también se les ha exotizado para recrear las fantasías del colonialismo. Uno de los mejores ejemplos es la famosa pintura La gran odalisca, obra del reconocido pintor Jean-Auguste Dominique Ingrès. Esta pintura de 1814 refleja claramente la sexualización de las colonias sobre los cuerpos de las mujeres musulmanas.
En la mente de un espectador francés de principios del siglo xix, el tipo de persona para quien se hizo esta imagen, la odalisca habría evocado no solo un esclavo del harén –en sí mismo un concepto erróneo– sino una serie de miedos y deseos vinculados a la larga historia de agresión entre la Europa cristiana y el Asia islámica. De hecho, la sexualidad de porcelana de Ingres se hace aceptable incluso para una cultura francesa cada vez más mojigata debido a la distancia geográfica del sujeto. Donde, por ejemplo, el pintor renacentista Tiziano había velado su erotismo en el mito (Venus), Ingres cubría su objeto de deseo con un exotismo brumoso y distante. (Harris y Zucker, s. f.)
Esa visión orientalista y exotizante que cosifica a las mujeres musulmanas nos impide comprender su cotidianidad y su lucha, no sólo contra el patriarcado, sino también contra el colonialismo del cual han sido objeto. En las siguientes secciones se ofrecen dos estudios de caso para ilustrar de qué manera el feminismo hegemónico puede ser instrumentalizado para justificar narrativas orientalistas e islamófobas.
Las mujeres en Afganistán
Comenzaré este apartado insistiendo en la necesidad de conectar el pensamiento orientalista-colonial con el discurso islamófobo moderno. Khaled Beydoun señala la necesidad de ligar ambos discursos, ya que es “un primer paso” para entender de qué manera “la islamofobia está profundamente arraigada” y que este discurso se reproduce de manera sistemática y fluida, ya que es una narrativa “desplegada por el Estado para lograr (ciertos) fines políticos pretendidos o deseados” (traducción propia) (2018, p. 36).
En este contexto, nos será más fácil discutir de qué manera las mujeres han sido instrumentalizadas por las políticas coloniales del Norte Global y por los grupos armados de la región. Resulta bastante hipócrita de parte de las autoridades estadounidenses, por mencionar un ejemplo, preocuparse ahora por los derechos de las mujeres y niñas afganas cuando en los 20 años de intervención de ese país en Afganistán no se enfocaron en crear un verdadero ambiente de seguridad para que ellas llevaran a cabo sus actividades cotidianas. El devenir de dos prominentes feministas afganas nos permitirá comprender de qué manera la imposición de un gobierno corrupto en Afganistán, sostenido por Estados Unidos, no logró realmente democratizar el país ni asegurar la participación de las mujeres en la escena política.
La doctora Sima Samar es reconocida por su labor médica en Quetta, Pakistán, donde se tuvo que refugiar de la revolución comunista de 1978 –que le arrebató a su esposo– y la subsecuente invasión soviética de 1979. En Quetta estableció y administró la Organización Shuhada y la Clínica Shuhada que se dedicaba a la atención médica de niñas y mujeres. Esta organización impulsaba también “la formación del personal médico y la educación” (traducción propia) (Cott y Whelan, 2011, p. 847).
Después de vivir en Quetta como refugiada durante más de una década, la Dra. Samar regresó a Afganistán en diciembre de 2001 para asumir un puesto de gabinete en la Administración Provisional afgana dirigida por Hamid Karzai. Durante el gobierno interino, se desempeñó como vicepresidenta y primera ministra de Asuntos de la Mujer. Se vio obligada a renunciar a su cargo después de recibir amenazas de muerte y ser acosada por cuestionar las leyes islámicas conservadoras, especialmente la sharía, durante una entrevista en Canadá con un periódico en persa (traducción propia). (Cott y Whelan, 2011, p. 847)
Otra mujer buscada por los talibanes era Shukria Barakzai, periodista, política, miembro del parlamento afgano y embajadora en Noruega. El 15 de agosto, día que los talibanes tomaron Kabul, la capital, ella tenía programado un viaje corto a Turquía. Sin embargo, no le fue posible salir del aeropuerto Internacional Hamid Karzai y tuvo que pedir ayuda entre sus contactos para ser evacuada con su esposo. Como crítica de los talibanes, en 2014 logró salvarse de un atentado dirigido contra ella; tres personas murieron en ese ataque suicida con bomba (Gatehouse, 2021).
Es lamentable que estas mujeres tan preparadas hayan tenido que abandonar su país porque no les es posible vivir en seguridad; es lamentable que 20 años de intervención extranjera no hayan logrado establecer las garantías mínimas individuales para estas mujeres. No obstante, también resulta lamentable la instrumentalización de su sufrimiento para seguir caricaturizando a los musulmanes como terroristas y al islam como una religión misógina.
Habría que comenzar a preguntarse si todas las mujeres musulmanas están en contra de usar el velo, por ejemplo. De hecho, en el mismo Afganistán, la situación de las mujeres en la capital y de las mujeres en las zonas rurales es muy diferente. El Kabul de la década de los setenta era una capital efervescente, occidentalizada, las mujeres usaban mini faldas y sin velo, existía una vida universitaria y clubes de jazz, pero la provincia afgana no estaba tan modernizada. En la provincia hay mujeres musulmanas que apoyan a los talibanes. Debemos escuchar sus historias para comprender de donde viene ese apoyo y esta situación no es exclusiva de Afganistán.
Las diversas expresiones islámicas contra el colonialismo representadas en movimientos tan diversos como el que dio lugar a la Revolución Islámica en Irán, hasta el surgimiento de la hermandad musulmana en sus diferentes formas nacionales, incluyendo a Hamas (Jad, 2011) e incluso grupos como Hizbut Tahrir tienen considerables sectores electorales femeninos que de hecho apoyan los objetivos de estos movimientos. En el caso de un movimiento como Hezbollah en Líbano, muchos de sus seguidores desafían los estereotipos de “mujeres con velo”, “profundamente religiosas” y “desempoderadas” que conforman la reserva de estereotipos orientalistas tan desacreditados en la diversa literatura académica. (Merali, 2014, p. 101)
Para algunos musulmanes, estos grupos representan una opción a décadas de gobiernos corruptos e intervenciones extranjeras. Y antes de continuar con nuestro siguiente caso, me gustaría aclarar que los afganos no son árabes. En ese país de Asia central existe una gran diversidad étnica y lingüística, existen igualmente diversas concepciones de lo que es el islam y lo que significa ser musulmán. Por otro lado, Al Qaeda estableció su base de operaciones en Afganistán, pero los ataques terroristas del 11S-2001 no fueron perpetrados por afganos. Osama bin Laden era saudí, su familia y los Bush eran amigos, fue entrenado por la Agencia Central de Inteligencia (cia, por sus siglas en inglés) para combatir a los soviéticos y después se “descarriló” y fundó Al-Qaeda.
Resulta interesante mencionar en este espacio el tratamiento que recibió el periodista paquistaní Hamid Mir de sus colegas del Norte Global por haber entrevistado tres veces a Osama bin Laden. La tercera entrevista la realizó bajo los bombardeos de Estados Unidos en 2001 y fue la última vez que alguien entrevistara a Bin Laden, así que “algunos periodistas empezaron a investigar sobre mi entrevista [...] Mucha gente se sorprendió de cómo un periodista paquistaní llegó hasta la persona más buscada” (El Universal, 2021). Además de pasar por un proceso de verificación para establecer la genuinidad de la entrevista por medios como cnn, a Hamid Mir le llegaron a reprochar por haberle dado un foro al discurso de odio de Osama bin Laden. No fue el único periodista en entrevistar al terrorista más buscado por la cia, pero pareciera que su origen asiático y musulmán le impidieran hacer un trabajo profesional.
No fui el primer periodista pakistaní ni el primer periodista del mundo en entrevistar a Osama bin Laden. El primero que lo hizo fue un periodista británico Robert Fisk. Después de mi primera entrevista en 1997, Osama bin Laden también concedió una entrevista al periodista estadounidense Peter Arnett. Conocí a Robert Fisk cuando estaba cubriendo la guerra en Irak en 2003. Coincidimos en 2006 en Líbano, y hablé de esto con él. Le pregunté si él alguna vez se había enfrentado a la pregunta de por qué había entrevistado a Bin Laden. Y él dijo que no, que la gente lo elogiaba por ello. Le conté que yo me enfrentaba a esa pregunta. ¿Cuál fue su respuesta? Me dijo: “Sr. Mir, el problema es que usted es musulmán”. Así que solo puedo decir que, si Robert Fisk y Peter Arnett podían entrevistarlo, ¿por qué no Hamid Mir?. (El Universal, 2021)
El discurso de la “guerra contra el terrorismo” ha servido para justificar las intervenciones de la única potencia que emergió tras la caída del bloque soviético en los años noventa. La narrativa del enemigo comunista ya no podía sostenerse y el “mundo libre” debía encontrar otro acérrimo enemigo contra el cual luchar. Detrás de estas narrativas se encuentran los verdaderos intereses de los países industrializados y desarrollados en los países del Sur Global, que no logran un desarrollo tal que les permita combatir las desigualdades en sus países. Afganistán puede ser el ejemplo más claro de cómo funcionan las narrativas para justificar que se implementen políticas intervencionistas en pleno siglo xxi. En el siguiente estudio de caso se mostrará que la islamofobia –entendida como un tipo de racismo que racializa al islam– no es reciente, aunque el concepto haya sido acuñado hasta los últimos decenios del siglo xx, los palestinos han sido objeto sistemático del racismo islamófobo orientalista por más de 70 años.
Las mujeres en los Territorios palestinos
Los Territorios palestinos son el escenario en el cual el discurso orientalista e islamófobo ha justificado que se implementen políticas colonialistas desde hace más de 70 años. “Tal y como muestra el caso palestino, la ocupación colonial de la modernidad tardía es un encadenamiento de poderes múltiples: disciplinar, ‘biopolítico’ y ‘necropolítico’” (Mbembe, 2006, p. 52).
En mayo de 2021 las redes sociales se inundaron de imágenes sobre los bombardeos en Gaza. Un ciclo que se repite, como si fuera ritual, desde que Gaza fue bloqueado por Israel en 2007. Hubo un bombardeo entre 2008 y 2009, después en 2014 y en mayo de 2021 antes de que el gobierno de Benjamín “Bibi” Netanyahu fuera depuesto tras 12 años de ocupar el puesto de primer ministro. Durante junio, el nuevo gobierno de Neftali Bennett siguió bombardeando Gaza. La situación de los palestinos ya no ocupa los titulares en nuestro país porque toda la atención de los medios de comunicación y de los académicos se volcó hacia Afganistán primero, y después hacia Ucrania.
Uno de los eventos más mediatizados durante los bombardeos de mayo en Gaza fue el momento en que el ejército de Israel derribó las oficinas de Al-Jazeera y Asociated Press (ap) en Gaza. Pero poco se sabe sobre los abusos del ejército y la policía israelí contra los palestinos; abusos legales hacia los refugiados palestinos de los barrios de Sheikh Jarrah y Silwan, así como el uso desmedido de la fuerza dentro de la mezquita Al-Aqsa en Jerusalén en pleno mes de Ramadán; abusos que desataron las protestas de los palestinos en Cisjordania, Gaza y en las ciudades “mixtas” de Israel. Ni tampoco se ha cubierto lo suficiente en México las marchas de los supremacistas israelíes que gritan “maten a los árabes”.
El actual ministro de asuntos exteriores, Yair Lapid, lamentó esos actos que calificó de racistas: “que haya extremistas para quienes la bandera de Israel represente odio y racismo es abominable e intolerable. Es incomprensible como alguien puede portar la bandera israelí en una mano y gritar ‘muerte a los árabes’ al mismo tiempo” (bbc, 2021). Y las mujeres suelen salir más afectadas en un entorno de sistemática violación a los derechos humanos. Además, en México poco se comprende cómo viven y qué dificultades enfrentan las mujeres y niñas palestinas en un contexto de colonización. Se piensa de inmediato que son sometidas por los hombres y que viven en pobreza extrema, pero poco quieren entender los medios de comunicación, y poco le informan al público mexicano, sobre los controles impuestos por Israel que violentan el derecho a la educación de los niños y adolescentes palestinos, por ejemplo.
Adoptando una perspectiva feminista interseccional podemos comprender que Palestina es una causa feminista. Así como identificamos que las mujeres pobres están más oprimidas por ser mujeres y pobres y no sólo por ser mujeres, las mujeres palestinas enfrentan la opresión y la violencia del etno-nacionalismo judío por ser mujeres y palestinas. La violencia estructural del apartheid israelí tiene un impacto desproporcionado en sus vidas y sus posibilidades y, si bien no debe perderse de vista que la sociedad palestina es patriarcal, la libertad de movimiento, el derecho a la educación, a trabajar y vivir donde quiera, a una alimentación saludable, agua potable y tratamiento médico en su país le son negados a las palestinas por el poder colonial: el Estado israelí. (Bracco, 2021)
Janna Jihad, una adolescente que comenzó a los siete años a reportar desde su lugar de residencia, Nabi Saleh, comenta en sus redes sociales y en las entrevistas que ha dado a medios de comunicación internacionales lo difícil que resulta para ella el trayecto a la escuela. Esta chica fue la mujer más joven en tener una credencial de prensa; se comunica perfectamente en árabe y en inglés, pero su cotidianidad está marcada por los controles que impone Israel (sabc News, 2018).
Israel permite ahora a los palestinos en un número limitado de casos viajar entre la Franja de Gaza y Cisjordania. Esto incluye a algunos pacientes con enfermedades crónicas o potencialmente mortales. Algunos de estos pacientes obtienen un permiso en la primera ocasión, pero no en la segunda. Este ha sido el caso de algunos pacientes con cáncer a quienes se les otorgó un permiso para tener su primera sesión de quimioterapia, pero no la segunda. Muchos de estos pacientes murieron esperando estos permisos. A otros se les pide que colaboren con la seguridad israelí a cambio de un permiso. (Aljamal, 2021)
Los periodistas palestinos que no cuentan con pasaporte israelí y que residen en Israel tampoco pueden viajar de Cisjordania a Gaza, ni siquiera pueden pasar a cubrir un evento en Jerusalén sin un permiso israelí, que generalmente les es negado. Los periodistas palestinos que entrevisté durante mi estancia doctoral en Ramala narraban de qué manera les negaban sistemáticamente la entrada a Jerusalén a pesar de tener una credencial de prensa. Incluso, los periodistas palestinos que cubren las protestas en los barrios donde habitan refugiados al este de Jerusalén, Sheikh Jarrah y Silwan, son censurados y aprendidos por las autoridades israelíes. Tal es el caso de la periodista Givara Budeiri, corresponsal de Al Jazeera en Jerusalén y a quien brutalmente la policía sometió y arrestó por el simple hecho de estar haciendo su trabajo: informar (Al Jazeera, 2021).
En un contexto de necropolítica, los palestinos son muertos vivientes y lo saben; ante esa realidad, algunos eligen los ataques suicidas o martirio, otros el activismo –el BDSmovement, inspirado en la lucha contra el apartheid en Sudáfrica es uno de los mejores ejemplos de activismo pacifista emanado de la sociedad civil palestina–, otros tantos el arte o el periodismo. En un contexto en el que además del “biopoder” se implanta una “bionarrativa” que busca eliminar la representación y la identidad del “otro”, los periodistas palestinos saben que están desposeídos de cualquier derecho político desde su nacimiento, pero se sienten atados desde que nacen a ese territorio sin nación. En esas circunstancias, deciden tomar parte del poco control que queda en sus manos para enfrentarse a la narrativa de los medios de comunicación dominantes.
Las mujeres periodistas que pude entrevistar para mi tesis doctoral no se veían desvalidas ni sin agencia. Muy por el contrario, todas ellas buscaban por medio de su trabajo contrarrestar esa “bionarrativa” que ha sido impuesta sobre ellas y sobre todos los palestinos. Se arriesgaban igual que los hombres en las coberturas peligrosas como los bombardeos, las manifestaciones contra el muro o los enfrentamientos entre Hamas y Fatah. Ninguna de ellas ocupaba el velo; el uso del velo entre las palestinas no es forzoso y no era extendido en 2012 más que en ciertos sectores tradicionales.
Carolina Bracco explica el rol protagónico que han tenido las mujeres en la resistencia; siempre han sido “las encargadas de tejer y sostener las redes sociales de las que la familia y la comunidad dependen para desarrollarse” (Bracco, 2020, p. 117). Además de ser las responsables de transmitir la cultura y la identidad palestina a través de la historia oral, las mujeres se organizaron en asociaciones feministas que sirvieron para fortalecer la base de la resistencia en un momento en que se anteponía “la lucha nacional a las demandas de género” (Bracco, 2020, p. 122). La pérdida de la tierra tras la guerra de 1948 (nakba) y el deseo de recuperarla, permitió que se relajaran “los roles de género y, por tanto, las restricciones de movilidad de las mujeres” (Bracco, 2020 p. 121). En ese contexto, las mujeres se sumaron a la resistencia armada.
No obstante, los abusos del ejército israelí tras la ocupación de 1967 y la aparición de Hamas durante la Intifada de 1987, la “díada tierra-honor” volvió a cobrar fuerza. Hamas comenzó a presionar para que el uso del velo (hiyab) se hiciera obligatorio. “Se proponía como símbolo del compromiso político de las mujeres con la Intifada o como un símbolo de resistencia cultural” (Bracco, 2020, p. 131). Y aunque no consiguieron que todas las mujeres portaran el hiyab, sí creció el número de palestinas usándolo y la relación de género se trastocó.
“Lo que estaba en el centro del debate era la permanencia de las mujeres en el espacio público, el cuerpo de la mujer como territorio por disciplinar” (Bracco, 2020, p. 131). Este nuevo giro hacia el “conservadurismo provocó que algunas mujeres palestinas tuvieran que lidiar con violencia doméstica además de enfrentar la violencia del ocupante. A nadie más que a Israel le conviene que las mujeres palestinas sean retenidas en casa “guardando el honor” en lugar de organizar mítines o visibilizando sus condiciones de vida bajo ocupación.
Recuerdo a una fotógrafa que conocí cuando realizaba sus estudios en la Universidad de Birzeit, no usaba el velo y decidió ocuparlo por “costumbre”, por convención social y lo consideraba parte de su identidad cultural. También conocí a una de las integrantes de Speed Sisters, Betty Saadeh, quien nació en México. Las Speed Sisters son un grupo de cinco mujeres palestinas que participan en carreras automovilísticas que se organizan en diversas ciudades de Cisjordania. Existe una categoría de hombre y otra de mujeres.
La madre de Betty es católica y su padre cristiano ortodoxo, ambos se establecieron en Baja California y decidieron regresar a Belén, de donde eran originarios, tras la firma de los Acuerdos de Oslo. Al padre de Betty le gustaba competir en carreras de autos cuando vivían en Baja California y le heredó esta pasión a sus os hijos George y Betty. Ella es la única cristiana del grupo, pero ninguna de las musulmanas portaba velo o era criticada por manejar autos. La cineasta líbano-canadiense Amber Feres realizó un documental sobre ellas que se estrenó en 2016 (Dogwoof, 2016).
Podría pensarse que no existe relación entre la lucha nacionalista contra la ocupación y un deporte; sin embargo, estas mujeres desafían el orden establecido y las barreras de género impuestas, de forma que adoptan un papel activo contra los juicios y prototipos que se les asignan por el simple hecho de ser árabes y pertenecer a una región en constante conflicto. (Luna, 2018, p. 14)
A pesar de todas las dificultades, el activismo y la conciencia política de las mujeres palestinas lograron y siguen logrando que las historias cotidianas bajo ocupación sean conocidas por el mundo.
Eso quedó de manifiesto en su participación en la conferencia mundial que tuvo lugar en México en 1975 en el contexto del Año Internacional de la Mujer. Allí, el cabildeo de las organizaciones (de mujeres palestinas) logró que en el documento final se declarara al sionismo como una forma de racismo, meses antes de la declaración de las Naciones Unidas de noviembre de ese año. (Bracco, 2020, p. 123)
Es momento de que dejemos de considerar a Palestina como la excepción, es más bien el más flagrante ejemplo de cómo un régimen considerado democrático por el sistema internacional puede cometer crímenes de guerra, adoctrinar a su población, someter a otra población al estilo del colonialismo del siglo xix, imponer un sistema apartheid mediante leyes discriminatorias e incluso establecer y administrar la prisión al aire libre más grande del mundo.
El campo de concentración, como puro, absoluto e insuperado espacio biopolítico (fundado en cuanto tal exclusivamente en el estado de excepción), aparece como el paradigma oculto del espacio político de la modernidad, del que tendremos que aprender a reconocer las metamorfosis y los disfraces. (Agamben, 2006, p. 156)
El sistema de gobierno que la ideología sionista ha instaurado en Israel desde sus albores es un sistema colonialista heteropatriarcal. Un sistema en el cual se sexualiza a la mujer propia aun vestida de militar y se somete o se compadece paternalistamente a la mujer ajena. Ningún proyecto colonial respetará o protegerá los derechos de las mujeres colonizadas, las leyes de este tipo de gobiernos diferencian entre sus mujeres y las mujeres de los otros, colocándolas así en una intersección de doble discriminación. Estas mujeres pueden ser abusadas en casa por sus hombres y fuera de casa por los otros hombres. Estas mujeres no encuentran espacios para desarrollarse porque son vistas como exóticas, desempoderadas, incivilizadas, enemigas y, además, son mujeres.
Desde su constitución en 1948, el Estado de Israel se erigió como el fecundador de una tierra ajena, como un violador orgulloso que intentó despojar de su identidad a la población nativa. A través de ese acto tan propio de los Estados homonacionales modernos en un espacio colonial racializado, aún desarrolla y depende de estrategias de dominación que están estructuradas profundamente en relaciones de poder basadas en el género, típicas de las sociedades coloniales. En el disputado territorio sobre el que extiende actualmente su soberanía -entendida como quien detenta la decisión de quién puede vivir y quién debe morir-, los cuerpos de las mujeres, su capacidad de dar vida y su identificación con la tierra representan no sólo una amenaza demográfica sino también al propio corazón del régimen. Por ello, se las representa como sin agencia, como víctimas pasivas de una sociedad a la que se deshumaniza y margina. (Bracco, 2021)
Conclusiones
El feminismo es un movimiento de liberación no sólo de las mujeres, sino de toda la sociedad, por fuera de las jerarquías de raza, clase y género impuestas por el sistema patriarcal-capitalista heteronormativo (Bracco, 2021). En ese sentido, el feminismo también debería ayudarnos a combatir el racismo, los prejuicios y los discursos de odio como la islamofobia. Uno de los mejores ejemplos de lo que el feminismo internacionalmente organizado puede lograr está reflejado en la Carta de las Naciones Unidas firmada en San Francisco en 1945.
Los casos que discutimos en este artículo sirven de guía para comprender de qué manera la teoría y metodología del feminismo nos ayudarán a comprender verdaderamente las dificultades de las mujeres que no encajan en el modelo blanco-burgués. Lograr un verdadero entendimiento de la manera en la que llevan a cabo la lucha por sus derechos nos ayudará también a evitar caer en discursos colonialistas patriarcales que fácilmente se pueden convertir en discursos racistas de odio y, finalmente, en crímenes de odio, crímenes de lesa humanidad, limpieza étnica, apartheid e incluso genocidio.
Este artículo también busca iniciar una reflexión, incentivar la discusión de cómo las narrativas del Norte Global siguen justificando estereotipos sobre el Sur Global; el pensamiento colonial no sólo influye en la manera en la que comprendemos nuestro entorno, también sirve para justificar y normalizar realidades asimétricas, cotidianidades discriminatorias e incluso crímenes de odio. Las narrativas y las representaciones son importantes porque se involucran en la construcción de la identidad y la preservación de la memoria, individual y colectiva. Sin embargo, sería muy gratificante y útil que las nuevas generaciones de investigadoras e investigadores se aventuren a realizar trabajos de campo con perspectiva de género en el mundo árabe-musulmán y otras latitudes.
Comprender de qué manera se organizan y luchan las mujeres de la periferia sería un inicio para crear realidades más incluyentes; para proponer y formular políticas públicas que verdaderamente se adapten a la vida cotidiana de estas mujeres y que no obedezcan a las necesidades del gobernante en turno –propio u extranjero–. Se puede aprender mucho de las experiencias que atraviesan los cuerpos de mujeres afroamericanas, indígenas, musulmanas, árabes, asiáticas, lesbianas, transexuales, migrantes para fomentar un pensamiento global en el combate contra un sistema que oprime todo aquello que no entre en el modelo de ciudadanía heteronormativa. Comprender realidades de mujeres que no se insertan en la narrativa del feminismo hegemónico nos permitirá construir estrategias locales para señalar y erradicar el sexismo desde su origen y sensibilizar a quien ejerce este tipo de discriminación al tiempo que se evita revictimizar a las mujeres.
Las mujeres árabes y musulmanas viven en una intersección en la que en “casa” se les exige refrendar su lealtad al grupo y a la lucha, mientras que “afuera” se les pide que demuestren su empoderamiento deshaciéndose de una parte de su identidad para ser consideradas “verdaderas feministas”. Sin embargo, sería prudente preguntarnos si esa intersección no se encuentra en otras latitudes. ¿Acaso al cuerpo femenino –sin importar raza, credo, condición social, orientación sexual o edad– no lo atraviesan intersecciones constantemente? El feminismo, para que sea efectivo, debe pensar global y actuar local; debe ser universal e intercultural al mismo tiempo.
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