Pra onde a vida está[1]: un proceso de cuidado en tiempos pandémicos.
Resumen: El presente artículo busca resignificar una experiencia vivida subjetiva como mujer enferma de cáncer de mama. Presenta la didactobiografía de un proceso de cuidado: “Transitar por la incertidumbre en contexto covid”, que dio nombre al trabajo final de grado que presenté y tuvo como objetivo estudiar las dinámicas entre mi red de ayuda y afectos, y mi propio proceso de enfermedad oncológica. Es decir, descubrir cómo se pudo tejer el proceso de cuidado junto a mi entorno, narrando tanto la experiencia encarnada como el relato de todos aquellos que me acompañaron y me ofrecieron un espacio seguro, amoroso y de cuidado, donde poder sanar. Juntamente con todos ellos, que se detuvieron en mi herida, ayudándome a construir un presente más digno y lleno de vida, se fue tejiendo el proceso de cuidado y fui capaz de llegar a nuevas comprensiones y significados compartidos en relación con la construcción del proceso de cuidado en tiempos pandémicos.
Palabras clave: cuidados, redes de apoyo, vulnerabilidad, experiencia, pedagogía de la alteridad.
Introducción
En la medida en que las personas asumen la incertidumbre como un problema compartido y desarrollan redes de confianza y cooperación, ellas generan un marco de certeza. (Leschner,1998)
El 29 de marzo de 2021 me diagnosticaron cáncer de mama en un contexto de saturación de los servicios públicos catalanes a causa de la pandemia global por coronavirus y donde el país, aún en estado de alarma, permanecía confinado con tal de contener la propagación de infecciones por el virus SARS-CoV-2. Asimismo, me encontraba cursando el penúltimo semestre de grado de educación social en un contexto de práctica. A partir de la noticia del diagnóstico de enfermedad oncológica, y en estas coordenadas temporales, comenzó un proceso de adaptación que conlleva un nuevo posicionamiento frente a la vida y juntamente como futura educadora, resignificando mi erotismo en clave de lo pedagógico.
En este contexto determinado, social, espacial y temporal pandémico, y reflexionando sobre la experiencia vital por la que todavía camino, es donde me planteé ciertas preguntas. Me surgió la necesidad de comprender la realidad, otorgarle sentido a mi historia encarnada, y mediante la búsqueda, poder reflexionar y dar voz a mi dolor como un asunto colectivo enraizado al quehacer como educadora social. Las palabras de Audre Lorde (2008), en Los diarios del cáncer, transmiten la necesidad que sentí de otorgarle un significado a mi sufrimiento, para luego poder compartirlo:
Para aquellas de nosotras que escribimos, es necesario examinar no sólo la verdad de lo que decimos, sino la verdad del lenguaje que usamos para decirlo. Para otras, es compartir y difundir también esas palabras que nos son significativas. Pero en forma primaria, para todas nosotras, es necesario enseñar, viviendo y diciendo esas verdades en las que creemos y que sabemos más allá del entendimiento. Porque sólo de esta manera podemos sobrevivir: participando en un proceso de vida creativo y continuo que es el crecimiento. (p.10)
Con el propósito de activar el sentido de saber es que decidí vincularme con una manera de conocer situada en lo didactobiográfico y en el esfuerzo por construir una genealogía de la experiencia. Con relación a esta primera, se trata de una propuesta que se sitúa en la perspectiva epistémica de la conciencia histórica y permite, desde el movimiento, ir construyendo el sentido a partir del lenguaje, caminando y sembrando, para finalmente recoger la cosecha: el conocimiento. La didactobiografía es la metodología a partir de la que se constituye el problema de investigación, que en palabras de Estela Quintar (2020):
[...]un dispositivo que activa al sujeto histórico en su memoria, en su historia y en su capacidad de imaginar, por tanto, ese sujeto histórico cuando activa su presente, su entidad y su pasado en su memoria en relación al presente, apertura lo posible; este dispositivo está profundamente ligado al tiempo histórico. (p. 15)
Por lo tanto, un dispositivo que permite un ejercicio de recuperación de la subjetividad, para quien se ve en la necesidad de retornar a sí mismo y cuestionar su sentir. Para ello, puesto que no podemos pensarnos desde un monólogo, sino en los procesos de relación con otras personas, fueron importantes los relatos de las personas más significativas que me acompañaron, y también, las que estuvieron ausentes ubicadas al margen de los cuidados. Sus testimonios me ayudaron a tomar conciencia de las actitudes y creencias a través de las que observo mi realidad e igualmente configuraron preguntas en torno a la colectivización de los dolores.
También es a partir de la narración que pude comprender los hechos sociales que sucedían en el camino a mi recuperación y reconocerme en la historia en la que me muevo. Preguntar al presente para determinar las contingencias históricas y las estrategias de poder que lo han hecho posible. Puesto que como Yuderkys Espinosa (2019) dice:
[…] implica una pregunta sobre los hechos del presente de modo de identificar los intereses, los condicionamientos históricos y culturales que los han determinado, la voluntad de poder que los ha producido, éste puede ser efectivo en la producción de un pensamiento crítico [...]. Por eso es necesario indagar las prácticas y su efectividad: qué es lo que hacemos cuando hablamos o cuando actuamos. (p. 6)
Es así como constituí un archivo viviente con todas aquellas fotografías, textos y audios compartidos junto con todas las personas que aún hoy me acompañan, sostienen y forman una verdadera red de resistencia. Todo este material viviente me llevó a la comprensión desde donde entendía el mundo, es decir, cómo me identificaba en ese momento de mi vida y de la historia. Porque yo me reconocía como mujer joven, enferma en proceso de curación, de clase trabajadora y en relación constante con el mundo. Es decir, mi experiencia si bien es personal, mas no individual, precisó dialogar con otras trayectorias de vida en un esfuerzo por comprender cómo la insurrección de la vulnerabilidad atravesada por la enfermedad implicó el cuidado y no fue ajena a problematizar el quehacer como educadora social encargada de cuidar otras vidas, específicamente, de hombres y mujeres que habitaban el sufrimiento mental, quienes en la Cooperativa Aixec compartieron conmigo la fragilidad exigiendo un modo de encuentro diferente al esperado en la educación moderna donde la educadora “todo lo puede”.
En resumen, el poder narrar la construcción del proceso de cuidado de mi enfermedad oncológica desde la conciencia histórica, ligándose con la teoría crítica, me hacía darme cuenta y tomar conciencia de cómo se había construido mi historia junto con los testimonios de las demás personas y de las coordenadas de época en la que estaba inmersa. Coordenadas representadas por una pandemia global, pero cuyos efectos se repartían de manera desigual. En el caso español, la propagación de la covid-19 se dio en un contexto socioeconómico marcado todavía por las políticas de austeridad y recortes de lo público, que desmantelaron el Estado de bienestar en respuesta a una crisis anterior. En este contexto, la pandemia hizo que se adoptaran medidas urgentes, como el aislamiento de la población y la suspensión de la actividad económica, fruto de medidas que pretendían evitar la propagación del virus y el desborde de los servicios sanitarios. Si bien es cierto que se trataba de un virus que no atendía a fronteras, si atendía a clases sociales afectando de sobremanera a las clases sociales más vulnerables. El coronavirus no discriminaba en el contagio, pero sí que agravaba las condiciones de vida de los grupos más vulnerables, imponiéndose realidades cotidianas mucho más duras. Diferencias que eran más acentuadas en unas comunidades autónomas que en otras, implantando medidas en relación con el confinamiento de la población, más o menos restrictivas. En unas, las menos restrictivas, en clave más neoliberal, como respuesta a un objetivo de defender la libertad en su vertiente individual y en otras comunidades en cambio, medidas encaminadas a protegernos como sociedad, haciendo frente común a la pandemia y sosteniendo a los más vulnerables.
Cabe destacar que, a pesar del difícil panorama que se presentaba, algunas políticas por parte del gobierno español, aun cuando no fueron suficientes, sí permitieron proteger a millones de personas. Con lo anterior, quiero resaltar cómo la libertad entendida en su vertiente individual, que no tiene en cuenta la responsabilidad en el cuidado de los otros y se centra en la mismidad, se volvía un asunto muy problemático cuando re imaginaba mi enfermedad sin la presencia de los otros.
Narrar mi subjetividad desde mi capacidad reflexiva, junto con los relatos de los otros, posibilitó nuevas comprensiones y significados compartidos. A medida que avanzaba en el relato y lo justificaba con la teoría, el problema de investigación que, en un primer momento, llamé “proceso resiliente”, se iba definiendo y cambiando. Tomaba conciencia de que el objeto investigado no coincidía con el concepto de resiliencia, ya que mi experiencia lo desbordaba e iba más allá. Es decir, al intentar entrelazar mi experiencia con la teoría, únicamente encontraba un conocimiento que no había sido construido desde las experiencias subjetivas de otros, que no daba cuenta de las diferentes voces de los que padecían en primera persona y en el que mucho menos se disponían prácticas de cuidado para acompañarnos.
Como si la vida de todos nosotros hubiese sido ocultada o borrada, como si no hubiese diferentes maneras de ser y estar en este mundo, que no fueran las que atienden a las lógicas predeterminadas hegemónicas. Es decir, ¿dónde quedaban las narrativas de todos aquellos que no viven o se califican desde la enfermedad y que no sienten, comparten o padecen según las condiciones normalizadas o el imaginario hegemónico? ¿O las experiencias de todos aquellos que resisten también a los mandatos neoliberales y se constituyen en campos de resistencia? Un imaginario según el cual las personas enfermas debemos de estar tristes. En relación con esto, rescato las palabras de mi primo Albert durante la entrevista: “Y pensaba: ‘tiene cáncer y está normal y se ríe’. Y pensé ‘está pirada’. Y le decía a mi madre: ‘esta mujer no es consciente de lo que le está pasando, si está más feliz que yo. No puede ser’…”.(Cachinero, 2022, p. 36).
Un nuevo posicionamiento en la tarea como educadora social
Mis andares por la experiencia de práctica como educadora social, que llevé a cabo en el devenir de mi enfermedad en la Cooperativa Aixec, posibilitaron el encuentro con personas que habitan el sufrimiento mental, lo que nos permitió encontrarnos y reconocerme en ellos. En relación con lo anterior, recuerdo el día que llegué al centro con los efectos de la enfermedad evidentes, fruto de la quimioterapia, con la intención de mostrarme con naturalidad, pero en realidad con gran dificultad para no continuar ocultando mi fragilidad. Ellos vinieron a mí, ayudándome a develarla. José María, un hombre que frecuentaba el club social Aixec, no paraba de repetir: “Pero ¿qué te pasa?” una y otra vez. Ello me ponía cada vez más nerviosa a pesar que, a su manera, sólo se estaba preocupando por mí. Por su parte, Albert comentó:” Pero si eres como los chicos de polseres vermelles, una serie catalana de chicos jóvenes que coinciden en un hospital a causa de sus enfermedades. Enric me dijo: “Sé lo que es, mi tía también lo ha pasado, ¿es en el pecho?”. Yo no di detalles, pero el cáncer de su tía también fue en el pecho y por ello, me hacía esa pregunta.
Reconocer la vulnerabilidad en el otro es reconocerla en uno mismo; ello conlleva mucho miedo, más aún en un sistema que dispone discursos y prácticas que la niegan para alejarla del imaginario colectivo. De igual modo, en el contexto pandémico, miedos había muchos. Quizás el primero es el miedo al otro. Afirma Leschner (1998) que desconfiamos del otro porque tememos al conflicto. Dicho miedo radica al final en uno mismo. Un miedo que halla su sentido en no creer en las capacidades de uno mismo para manejar el conflicto. El segundo de los miedos es el miedo a la exclusión que sentí en mis propias carnes. Pero, primero, debemos contextualizar para entender que ello responde a que el vínculo social ha sido erosionado por el sistema neoliberal. Que prevalece una mirada individualista del ser y estar en el mundo y que el mensaje de autosuficiencia ha calado en nuestra sociedad. Es decir, para el autor: “Las políticas neoliberales no valoran las experiencias de la gente[…] no fomentan la acción colectiva. Interiorizando las exigencias de productividad, competitividad y flexibilidad se hace más difícil producir sociedad: darle densidad a la interacción social y espesor simbólico a la vida en común” (Leschner, 1998, p.186).
En el fondo es un miedo de enfrentarnos al dolor. Un dolor sin el cual no podemos reescribirnos. Dolor al que nos resistimos, me resistía, que nos pesa, nos lastima, nos consume, se puede cronificar y puede incluso impedirnos resistir, pero aún y así, debemos atravesar junto a los nuestros, que nos cuidan y con el sostén de nuestras pasiones, para luego compartirlo colectivamente. Dolor que debe ser usado como palanca para la transformación social. De todo ello, aprendí mucho en mis pasos recorridos por Aixec y su perspectiva comunitaria de salud mental. Aquel encuentro me haría consciente de las palabras de Allué (2003), que dice que cuando profundizamos en las relaciones entre ese colectivo mayoritario y el minoritario nos damos cuenta de que la discapacidad se configura más bien como el resultado de esa relación que como el efecto de una tragedia personal. Es decir, que el rechazo a las personas o colectivos por razón de su diferencia no es más que una negación de la humanidad misma, de la necesidad del otro, de nuestra fragilidad.
Por lo tanto, el problema de investigación se fue abriendo al situarme, no desde la mismidad, sino en relación con los demás para crear significado a partir de la interacción y con la teoría. Esto me hizo dar cuenta de las distintas posibilidades que existen desde donde mirar la realidad. Y que, a partir de profundizar y pensarme en ella, ésta cambiaba a una más abierta y compleja. Zemelman (1992) afirma que la originalidad la da el sujeto desde su capacidad de pensar y pensarse en relación con los demás.
Mi narrativa, que iba releyendo y sobrescribiendo, dando respuesta a las preguntas de mi tutora sobre el relato, las cuales son parte de la ampliación de conciencia crítica donde ahondar las hendiduras del cuerpo enfermo, implicaba configurar saberes inimaginables sobre el cuidado, la pedagogía y las redes de apoyo. Es decir, me hacía darme cuenta y ser consciente de lo que decía y por qué lo decía. Después de las tutorías me llevaba preguntas para reflexionar, en un proceso de investigación en constante construcción. De esta manera, se desprendieron varias categorías investigativas que analizar y poder transformar, ya que al narrarme me di cuenta de las diferentes perspectivas desde dónde leía la realidad. Y, por lo tanto, pude llegar a la comprensión de que si podía cambiar mi pensamiento también podría intervenir en ella con la posibilidad de transformarla en potencialidades.
En pocas palabras, posicionándome como sujeto en la historia, como dice Zemelman (2014), entre lo dado y lo por darse, iba encontrando el sentido, mirándome y reconociéndome en los otros, me hacía consciente de cómo llegamos a construir un proceso de cuidado y sostenimiento de la vida en las coordenadas de una pandemia. Esto es, dejándome interpelar por la colectividad para mirarme, comprender y construir los significados compartidos que me llevaron de regreso a mí. Para Quintar, ello significa recuperar la experiencia desde lo emocional, en una búsqueda hacia aquello más profundo, donde poder identificar las emociones vividas y experimentadas a lo largo del camino y sus detonantes. Todo aquello que se encuentra enraizado en nuestra parte inconsciente, que da razón a muchas de nuestras creencias limitantes, que no nos dejan avanzar.
Mis marcas vitales o afectaciones emocionales de las que me pude hacer consciente fueron un pasado difícil marcado por la enfermedad. Un pasado en el que yo no tenía el equilibrio emocional del que disfruto ahora, para afrontar las adversidades de la vida y en el que todavía no había encontrado mi erotismo como educadora social. En el que aún no había pensado en el rol de madre. La segunda marca fue la dificultad, en un primer momento, para asimilar la noticia, aceptarla y poder salir adelante. Es decir, en medio de la rabia, el miedo, la frustración y el malestar, conseguir hacer frente al dolor para recomponerme y continuar. En este sentido, me fue de gran ayuda mi espiritualidad.
En suma, recuperar la memoria histórica, en relación con los míos, me ha llevado a posicionarme como sujeto sensible con responsabilidad social. Una historia que no puede ser construida más que en movimiento y que además es singular, ya que cada realidad lo es, como seres únicos que somos dentro de nuestro entorno particular. Cada experiencia es irrepetible e irreductible. Larrosa (2006) afirma que la experiencia es siempre subjetiva: “Por otro lado, […] supone también que no hay experiencia en general […] que la experiencia es siempre experiencia de alguien, o dicho de otro modo, que la experiencia es, para cual, la propia, que cada uno hace o padece su propia experiencia, y eso de un modo único, singular, particular, propio” (p. 90).
Mis afectaciones emocionales me permitieron reconocerme, así como comprender la realidad desde donde leía mi mundo y desde dónde me posicionaba. En definitiva, interpelar mis creencias y asumirme en la insurrección de la vulnerabilidad. En esta línea, me mostré en discordancia con Lorde al asociar prótesis con invisibilidad. En sus palabras: “no es mi intención juzgar a aquella mujer que ha elegido el camino de la prótesis, el silencio y la invisibilidad, la mujer que desea ser la misma de antes.” (Lorde, 2008, p. 1). Es decir, ¿acaso no se puede optar por una prótesis e igualmente hacer sentir nuestra voz y darle significado a nuestra experiencia encarnada? Estoy convencida que sí. Es más, creo que difícilmente nadie será la misma de antes, después de haber transitado por una experiencia tan al límite. Creo firmemente, que vernos bien de manera externa, ayuda en la aceptación de nuestro nuevo cuerpo y si tenemos la posibilidad de gozar de un proceso integral en todos los aspectos, no podemos sino celebrarlo. Lorde, en Los diarios del cáncer (2008), entiende que, con el rápido consuelo cosmético, se nos dice que nuestros sentimientos no importan, que nuestra apariencia es todo, la suma total de nuestro yo. En mi opinión, reconstruir nuestro cuerpo herido no debe tomarse como una exclusión de la parte emocional de nuestro ser. Una categoría no excluye la otra. No comparto con la autora esa lógica binaria. Lo que sí creo es que la cirugía reconstructiva puede ayudar a integrar mucho mejor el trauma de la pérdida corporal y es positiva para nuestro proceso de reconstrucción de identidad. Esto es, integrar que no borrar. De hecho, la cicatriz siempre estará ahí para recordarnos la experiencia.
Como anteriormente explico, una de mis afectaciones encontradas fue en un primer momento, la dificultad por asimilar la noticia del diagnóstico. Así que tuve que deconstruir el discurso neoliberal al que yo misma también había sucumbido, según el cual la responsabilidad de todo lo que nos ocurre es solamente de nosotras mismas. Posicionarme en relación con los otros y dar lugar a la alteridad, permitió que conectara con mi propia vulnerabilidad y me abriera a la vida. Todo el conocimiento que construimos colectivamente y el que recogí con relación a la tarea de educadora social en prácticas, que llevaba a cabo en el devenir del camino investigativo, es lo que quise compartir para que no se perdiera, dejándolo plasmado en orientaciones pedagógicas y educativas.
Reflexiones acerca de las prácticas de cuidado en el acompañamiento socioeducativo
En este sentido, muchos se detuvieron en mi herida. Familiares con los que apenas mantenía contacto porque vivían fuera, me llamaban cada semana y amigos que no eran de mi círculo más cercano, decidieron acompañarme de delicada manera. Me refiero a estar a mi lado con risas, ternura, crear un espacio donde anidar y un significado compartido sobre el cáncer donde habitaba la esperanza. Así como contando conmigo en sus planes y contagiándome sus ganas de vivir. Pero, como he dicho, sólo algunos decidieron acompañarme. Sólo los que vibraban en actitud compasiva. Respecto a los que se situaban en el miedo, sólo podían procurarme lástima. Ello me recuerda a Mèlich y cómo entiende la ética como una relación en la que el otro me asalta, me reclama y me apela. Afirma el autor: “eso es la ética: estar obligado a elegir, a dar respuesta a una interpelación, en medio de una terrible y dolorosa incertidumbre (Mèlich, 2018, p. 48). Pero ¿cómo?, ¿de qué manera? Recurre a la corporeidad, como la manera que nos ubica frente al otro. ¿Por qué acaso se puede acompañar desde la barrera? Y la respuesta es no. La proximidad es necesaria si queremos acompañar, pasar de lo impersonal a lo personal. Mi primo contaba en la entrevista que muchas veces no sabía qué decirme, pero que optó por decirme la verdad, ser sincero y simplemente tenderme la mano: “Tengo que decirle la verdad y te dije: ¡es una putada, es una mierda, está mal […] pero aunque está mal, vamos a salir de esto…” (Cachinero, 2022, p. 43).
Cada cual hace sus metáforas de la enfermedad, ya que cada persona es única en su singularidad. Cada proceso es distinto, por ello, el acompañamiento debe darse sin comparar, sin colonizar nuestro ser. Es decir, sin imponer la manera de uno acerca de cómo vivir la experiencia como única y válida, sino simplemente acompañándonos en los aprendizajes. Ya que los aprendizajes vitales se han de vivir para entenderlos y eso mi amiga Maribel lo sabía bien.
La compasión es un valor mediante el cual podemos reconstruir la experiencia vital del otro, pero con conciencia que no es nuestro sufrimiento. Es decir, sin situarnos en el lugar de nadie, dejando a las personas ser agente de enunciación. En la lógica colonial y dentro de sus binarismos, los cuerpos son objetivados y tomados como un objeto natural. Afirma Rita Segato (2013) que los cuerpos son vistos como paisaje […] emanaciones de un espacio geopolítico dominado, colonizado, pero que a su vez es un elemento de identidad pues nos constituye y puede ser leído en nuestra corporalidad. En línea con la autora, entiendo que objetivar el cuerpo y constituirlo como territorio de conquista significa no tener en cuenta la subjetividad propia del sujeto y, por ende, su experiencia como singular e irreductible. El sujeto pasa a ser el sujeto de poder en lugar del sujeto de la experiencia. Y de ahí que el sujeto de la experiencia no sea considerado agente activo. Pero la experiencia no se puede fabricar, la experiencia es de quien la padece.
El primer hallazgo que encontré, desde la reflexividad e historicidad, fue en relación con la comprensión de que la realidad es compleja y está compuesta por una estructura social, cultural, política y económica que nos atraviesa a los sujetos, irremediablemente, para que comprendamos de otras formas los patrones de normalidad que establece el biopoder. Es decir, me hice consciente de que no sólo existe una única manera o perspectiva desde la que construir conocimiento parametral, sino que hay tantas como experiencias de sujetos sociales existen. Entonces, con relación a la función del educador social llegué a la conclusión de que nuestra tarea no puede pasar por normativizar al sujeto, sino por entenderlo. Debemos ser capaces de romper con los parámetros de salud/normalidad estandarizados, hasta crear un lugar en el que sea posible la normalidad propia de cada uno desde su singularidad y no desde lo que el sistema dictamine como normal. Recupero las palabras de Paolo Freire en relación con la dirección de su pedagogía: “La liberación es un parto. Es un parto doloroso. El hombre que nace de él es un hombre nuevo, hombre que solo es viable por la superación de la contradicción opresoras-oprimidos, que en última instancia es la liberación de todos” (Freire, 1970, p. 45). De esta manera, la primera orientación que plasmé fue la última a la que llegué después del proceso de investigación y que tiene que ver con el fin de que para mí debería tener la educación social como liberadora desde el cuidado que implica hacernos cargo de sujetos vulnerados.
Con relación a este propósito, que quizás para algunos pueda resultar algo utópico, pero que creo que debería marcar el horizonte como profesional de la educación social, estoy de acuerdo con Pié (2012) cuando afirma que “pero lo que realmente importa es la cuestión del sufrimiento y lo que podemos desplegar para hacerlo más llevadero […] y contribuir a convertir aquél sin lugar en otro lugar, en el que se pueda transitar desde su diferencia” (p. 31). Es decir, cómo ayudamos al sujeto que es objeto de opresión por su diferencia en desvelarla y poder construirse en otras narrativas donde no sea reconocido únicamente desde la diferencia. Sin embargo, esto no siempre será fácil de llevar a cabo, ya que nos topamos con el control de nuestra intervención mediante normativas y protocolos. Pensar la educación social desde aquí implicaría ir más allá del planteamiento psicosocial y tener el anclaje de posicionarnos en el intersticio con el fin de atender la demanda de los sujetos, es decir, interpretando, flexibilizando el trato y los tipos de construcción de respuestas al sufrimiento humano. Por lo tanto, no se trata de normativizar a las personas según los patrones sociales y culturales, sino empoderarlos como protagonistas y responsables de sus vidas y sus procesos de salud.
En suma, habrá que posicionarnos desde una pedagogía crítica para acompañar a los sujetos si no queremos que se queden atrapados en la enfermedad o categoría. Afirma Pié (2012): “La pedagogía crítica debe proporcionar las condiciones necesarias para rechazar lo que se experimenta como dado, natural, inmodificable y determinado” (p. 15). Es necesario huir del control social y apostar por la incertidumbre de la vida. Eso sí, aportando seguridad a los sujetos que acompañamos como profesionales en el camino de la corresponsabilidad y desde una perspectiva comunitaria, ya que el sufrimiento es cosa de todos.
Desde mi propia experiencia afirmo que no podemos desligarnos de la vida y por eso hay que poner el cuidado en el centro de nuestras prácticas profesionales. Es decir, volver a poner la vulnerabilidad como condición humana y, por lo tanto, como un bien común, de todos, a proteger. Esto significa posicionarnos desde la dimensión ética y política, ya que para que esto ocurra habrá que formar una red de resistencia para entre todos habilitar los espacios donde podamos ser desde nuestra diferencia.
Por eso es necesario apostar por un modelo de acompañamiento socioeducativo, que no se esconda detrás de las máscaras y nos impida descubrir a las personas. Que se sitúe como práctica discursiva, es decir, un acompañar al otro mediante el propio vínculo educativo que se produce con el sujeto al pasar cultura. Un vínculo que será de confianza en las expectativas del educando al darse la transmisión a los recién llegados para que se hagan su sitio. En este punto debo señalar la importancia del vínculo médico que se dio con los profesionales de la salud que me trataron mediante la confianza que deposité para construirlo. Cito a Guillermo Borja (1995) que expone “tabú de los tabúes es reconocerse persona ante los pacientes” (p. 24). En relación con ello, narro en la didactobiografía lo significativo que fue para mí que los doctores me reconocieran como persona, desde un primer momento, para que pudiéramos establecer una verdadera relación donde, además de ser tratada médicamente, me sintiera acompañada desde lo humano.
En esta misma línea argumentativa, cuando nos reconocemos mutuamente ante las personas que acompañamos, nos olvidamos o dejamos de enfocar la atención en la enfermedad o etiqueta que sea para dar paso a la persona en todas sus dimensiones y esto es crucial para nuestra labor pedagógica. Esto fue gracias, como explico en la narración, a su gesto de escucha empática, de preguntarme por mis estudios, por la mirada somática que me profesó. Y porque a partir de sus palabras me sentí incluida, partícipe en el proceso que acontecía. Por ello, considero necesario no tener miedo al encuentro con la alteridad, a reconocernos y construir una relación desde el tú a tú, cuerpo a cuerpo, recíproca. Esto es, donde nos acompañemos mutuamente y nos abramos a una relación en la que poder ser transformado por el otro. Para mí, poder encontrarme con personas que también habitaban la enfermedad en Aixec me abrió esta posibilidad de reconocernos, y entender la categoría discapacidad, más fruto de una construcción social que niega la vulnerabilidad o más bien le carga la etiqueta de ésta a ciertos colectivos, que como el efecto de mi drama individual.
Acompañar desde una actitud compasiva, donde nos mantenemos junto al otro y emprendemos un camino, juntos, desde la corresponsabilidad hasta que se conquiste reflexivamente, como sujeto autónomo de su propio destino. Ser y estar a su lado, en sus propios viajes de descubrimiento, de dentro afuera, que les permita llevar a cabo su crecimiento personal. Acompañar es andar al lado, pero no recorrer el camino en su sitio. Éste también es un aprendizaje que me proporcionó Maribel,[3] una de mis referentes, con su actitud. Ella me guiaba, pero sin imponer su experiencia, dejándome vivir mi vivencia a mi modo. Con lo que comportaba dejar abierta la posibilidad a equivocarme, pero también de crecer.
Para Mélich (2018) esta actitud compasiva de permanecer junto al otro debe ser mediante nuestra corporeidad. No puede ser desde la barrera, sino que es necesaria nuestra presencia. Es decir, acompañar es bajar al pozo del otro. Quiero señalar también la importancia que para mí ha adquirido el cuerpo. Un cuerpo que me avisó del peligro; que va dejándome recuerdos de mi experiencia de vida para que no me olvide; que me conecta, llevándome de regreso a mí misma. Un cuerpo que me muestra la fragilidad. Es decir, el poder narrarme desde mi cuerpo dañado mediante una herramienta como la didactobiografía me hizo tomar más conciencia de todo ello. Creo que como profesionales de la educación social no debemos tener miedo de mantener este tipo de relación con nuestros educandos y, es más, debemos apostar por una pedagogía que tenga en cuenta la anatomía de las personas a las que acompañamos. Ubieto (2014) afirma que “yo hablo con mi cuerpo y eso sin saberlo. Digo pues siempre más de lo que sé” (p. 3). Es decir, el cuerpo comunica siempre, habla y no puede no comunicar. Por lo tanto, la pedagogía debe ser sensible, encarnada. Esto es, que reconozca la subjetividad corporal y que sea capaz de poner en circulación los sentidos de los educandos desde sus propias vivencias. Pedagogías que serán contrarias a aquellas más asistencialistas que tratarán de objetivar y controlar el cuerpo según los patrones heteronormativos. Kipen y Lipschitz (2009) dicen que:
Para concebir un cuerpo como deficitario se debe oponer a la noción de normal. La normalidad y su ideología normalizadora son una construcción, en un tiempo y espacio determinado, fruto de ciertas relaciones de desigualdad que permiten a un grupo instalar ciertos criterios para delimitar qué es y qué no es, es decir, criterios hegemónicos que aparecen como únicos e incuestionables. (p. 118)
Volvemos así al punto inicial y a la labor de la educación social de acompañar a estos cuerpos dañados que, por no tener un cuerpo capaz según la división binaria de la realidad, son condenados a la exclusión. La mirada social que impera nos obliga a muchas a narrar nuestra experiencia, a compartir el dolor, a abrir un espacio de donde otros se puedan reconocer y empezar sus propias narrativas. Como educadora social, creo que es necesario dejar de lado prácticas de control social, que perpetúan mediante categorías y etiquetas la construcción de la diferencia para dar paso a lo que sí nos define como personas, que es nuestra vulnerabilidad. Si nos damos cuenta de que todos necesitamos de todos, nos hacemos conscientes de que nuestros problemas son también los de los demás. Es decir, son sociales y que hay que abrirnos a la comunidad para construir auténticas redes de resistencia que den respuesta a nuestros malestares. En palabras de Pié y Salas (2020): “[...] la educación se relaciona más con la creación de las condiciones para la emergencia de nuevos sentidos compartidos, que con la idea de lo predecible o lo normal” (p.121). Finalmente, reconocer a los sujetos que acompañan en su experiencia propia e irreductible y recogiendo sus saberes como fuente de conocimiento situado. Considerar la subjetividad, los saberes encarnados y las narrativas de aflicción como fuente de conocimiento y adoptar, por parte del profesional, un posicionamiento más ligado a la vida de las personas que acompañamos, para que como a mí nos lleve a abrir horizontes de posibilidad y transformación, o en otras palabras, a reescribir entre cuerpos otros caminos posibles.
Observaciones finales
Los significados compartidos de la experiencia vivida, a los que llegué poniéndome en relación con las personas más significativas, fueron esenciales para comprender cómo fue que construimos en las coordenadas de una pandemia un proceso de cuidado y sostenimiento de la vida. Imprescindibles para que pudiera ampliar conciencia y finalmente llegar a mí misma, a mis afectaciones. Regresar a mí, para poder abrir nuevos horizontes de transformación, otras posibles narrativas vitales.
El primero de ellos fue el significado de confianza en la vida. Una comprensión de las diferentes etapas de la vida y cómo todo pasa y todo llega, si somos capaces de sembrar las semillas y regarlas con esfuerzo, constancia y pasión. Es decir, la espiritualidad entendida no en su connotación religiosa, sino la que está relacionada con la búsqueda profunda de sentido y la posibilidad de dar un valor a la vida, que nos lleva a tomar conciencia de nuestro lugar en el mundo junto con el resto de los seres humanos. Creer en y con todo. La aceptación de que la vida no son sólo buenos momentos, sino que también hay momentos difíciles que deben superarse. Yo acepto la vida con todo, y además sabía que, en todo caso, lo malo también pasaría. Esto es, que no es algo para siempre y de allí mi esperanza en la transformación. Para ello, romper con los binarismos o dicotomías que atraviesan nuestra manera occidental de entender el mundo es fundamental. Pié (2019) afirma que “esta es la ontología patriarcal que funda nuestra forma de comprensión de la realidad y perpetúa la negación sistémica de la vulnerabilidad” (p. 24). Si nos situamos desde esa posición ética o espiritual pasamos a habitar la esperanza en la transformación. Probablemente, para aquellos que se sitúan desde dicha lógica, me costaba asimilarme en el lugar de enunciación de mujer enferma cuando lo que intentaba era seguir mi vida a pesar de la enfermedad. Para mí, la confianza es la clave igual en la vida que en la educación. Confiar nos enfoca en el presente, en el proceso y no en la meta o salida. Confianza en la vida, en los médicos, en los educandos. Siempre confiar.
Poco a poco es que me fui mentalizando y preparando, además contaba con algún aprendizaje al no ser la primera vez que transitaba por una enfermedad. Por otro lado, el significado que tenía para mí el cáncer era algo que se podía superar, ya que contaba con el ejemplo de mi padre como persona que lo había superado. Sin embargo, como digo, los inicios no fueron fáciles, ya que, aunque mentalmente sí me iba haciendo consciente, emocionalmente me costó más tiempo aceptarlo.
Algunas afectaciones que también sufrí fueron fruto de afirmaciones o comentarios de algún familiar. En mi opinión, personas que se habían dejado sucumbir por las ideas neoliberales de la autosuficiencia y la búsqueda constante de actitud positiva, quizás inconscientemente, pero que me culpabilizaban de algún modo de mi sufrimiento. Actitudes de familiares o amigos que cambiaban de tema o dejaban de mirarme a los ojos para poner la atención hacia otro lado, cuando la respuesta a las certezas que me exigían era simplemente la explicación del proceso que estaba llevando en mí día a día. Algunos me preguntaban, pero te vas a curar, ¿te pondrás bien? Yo les intentaba explicar el tratamiento que me tocaba llevar, pero eso no lo querían oír, ya que me querían en la normalidad, con un cuerpo sano en poco tiempo, sin mucho interés por el proceso que vivía, tan solo en la inmediatez de estar bien. Pero yo seguía enfocada en vivir y transitar mi camino, el de la curación, lo mejor posible. Conscientemente centrada en el presente y en mantenerme en calma. Confiando en el proceso.
En el camino recorrido junto a mi red para configurar el cuidado, sin apenas interacción humana, resultó crucial poner mi fragilidad a caminar. Es decir, aceptar mi propia vulnerabilidad supuso que me abriera al resto de quienes me rodeaban y reforzar los vínculos haciéndolos más fuertes y auténticos. A partir de aquí se construyó un camino con todos los que como yo concebían la vida, como el bien común más importante a proteger. Puedo afirmar que lo que fue decisivo para afrontar la enfermedad fue el proceso tejido con toda mi red de amores, es decir, las personas más significativas que me sostuvieron y con las que construí un presente más lleno de vida dentro de la enfermedad. Todos los que se acercaron a mí desde la amorosidad y se posicionaron a mi lado. En un principio no podíamos vernos físicamente, pero sí compartir mediante largas conversaciones, recuerdos de otros tiempos, audios y mensajes llenos de ánimos y buenos sentimientos. Debo señalar que conté con la suerte de que la pandemia no me tocó cuando las medidas eran más duras, sino cuando ya las medidas para contener la propagación del virus eran más ligeras y podía darse algo de interacción humana. También señalar que la pandemia favoreció que las personas con valores fueran aún más conscientes de lo valioso de los vínculos humanos y de nuestra fragilidad.
La importancia de la salud mental para afrontar las adversidades de la vida fue uno de los aprendizajes colectivos en la pandemia. La salud mental es básica para poder estar con el otro, debemos encontrarnos bien emocionalmente. Aunque no siempre es así, también se puede dar el caso de quienes, también atravesando un momento difícil, en cambio, sí deciden detenerse. Acompañándonos mutuamente. Fruto de experiencias en la pandemia, como enfermos de la covid-19, a muchos nos llevó a hacernos conscientes de la vulnerabilidad humana como común denominador y llegar al entendimiento de lo importante que es sostener entre todos la vida.
En cambio, el capacitismo nos divide, ya que nos provoca que sólo nos preocupemos de nosotros mismos y dejemos a un lado a todos los cuerpos que no son del todo capaces, dañados, que sufren. Aunque sea una ficción, puesto que todos sufrimos. Estamos demasiado inclinados a percibir la enfermedad como un fenómeno exclusivamente biológico e individual y a omitir la manera en que las desigualdades sociales, estructuras de poder y los modelos culturales afectan y determinan la salud. (Martínez, 2008, p. 7). El positivismo tóxico no nos procura lazos reales y auténticos que son los que nos salvan. Si dicen a la gente que cualquier cosa que le ocurra es únicamente su culpa, está claro que impiden cualquier resistencia. Pero la resistencia, como dice Peter McLaren (2002) es necesaria, disentir es necesario, ya que lleva en su interior las semillas de la esperanza.
Indudablemente, mi erotismo como educadora fue otro pilar que me sostuvo en este proceso. Es curioso, pero tampoco fui del todo consciente hasta que inicié la didactobiografía. La pasión que me mueve, la educación social, me llevó a reconocerme en el horizonte realizando una práctica profesional encarnada, desde la experiencia, que se abre al encuentro y al reconocimiento mutuo con cada uno de los participantes a quien acompaño a transitar por el camino de la incertidumbre y la transformación. Porque como dice Larrosa (2006): “Pero si es verdad que de lo singular no puede haber ciencia, sí puede haber pasión. Es más, la pasión lo es siempre de lo singular. […] el afecto por lo singular, se llama precisamente pasión” (p. 103). Porque sólo desde la experiencia nos abrimos a lo real, a la vida.
Una última comprensión que quiero señalar, compartida con mi primo, fue sobre la performatividad del lenguaje. El hecho de tomar conciencia de que somos nuestro lenguaje, de que somos nuestra historia y esto es decisivo, ya que reconocernos nos abre la posibilidad de transformarnos.
Muchos, muchos familiares y amigos compartieron el proceso conmigo, aparte de mi núcleo más íntimo. Familiares que casi no veía, pero llamaban cada semana para preocuparse por como seguía o simplemente por explicarme lo que fuera que me hiciera sonreír. Amigos con los seguía compartiendo actividades, salidas y paseos, es decir, espacios donde podía compartir y estar con ellos. También pude contar con un equipo médico con una mirada humana de la profesión y que me acogieron más allá de la etiqueta desde un primer momento.
Gracias a todos ellos es que pudimos construir un proceso de cuidado a partir del amor como decisión política de todos los que todavía, en tiempos de deshumanización, creemos en la importancia de los vínculos de afecto y el andar por la incertidumbre de la vida juntos. Una red que desde la dimensión ética y política se constituye como una resistencia, por parte de todos los que todavía comprenden la vida de los otros todos que nosotros somos, como el más valioso bien a sostener.
Hoy se habla mucho de resiliencia, un concepto que proviene de la metalurgia y la capacidad de ciertos metales de no deformarse y, por lo tanto, que tiene una connotación de conformismo y adaptación a las contingencias. Según el Diccionario de la Real Academia Española, la definición es “la capacidad humana de asumir con flexibilidad situaciones límite y sobreponerse a ella”. Pero, esta idea tiene un trasfondo de resignación y éste no fue mi propósito en ningún momento. Mi perspectiva es crítica con la realidad que me ha rodeado y en ningún momento quise adaptarme a ella, sino más bien transformarla. Ya que no estoy contenta ni como mujer, ni como persona trabajadora precaria. No estoy de acuerdo con la cultura del lazo rosa, no estoy de acuerdo con el mandato de autosuficiencia que impone la sociedad capitalista y todas las categorías binarias que se establecen como patrón y que nos separan mediante la diferencia. No puedo estar a favor de las políticas de recortes sociales que me dejaron en una situación de precariedad máxima. Tampoco estoy de acuerdo en que el cuidado en mi país sea invisibilizado y dejado en manos de las familias, en vez de colectivizarlo y distribuirlo igualitariamente.
En mi caso, situarme desde la vulnerabilidad fue mi fortaleza, ya que a raíz de ahí empezó un camino junto con toda mi red de resistencia hacia el cuidado. Al abrirme a los demás desde mi vulnerabilidad, muchos me tendieron la mano. Todos aquellos que se posicionan en lo humano y no creen en la ficción de la invulnerabilidad o la resiliencia son los que decidieron acompañarme o, mejor dicho, sostenerme y empezar un camino más doloroso, pero también más auténtico y luminoso.
Por todo ello es que comparto mi experiencia, para todas aquellas mujeres que se puedan reconocer y quieran, desde este espacio, tomar las riendas de su propio proceso de sanación. Porque es necesario politizar nuestras vidas de malestares, para que no sean borradas, sino reconocidas. Y, además, por la trascendencia que puede significar compartir nuestras narrativas, ya que nos permite abrir la dimensión simbólica, en este caso de la enfermedad, favoreciendo el trazo de nuevos recorridos. En este sentido, Gramsci afirmaba que un sistema no es hegemónico cuando se adueña de la economía o se ha adueñado del poder político, sino que se hace hegemónico cuando se adueña de la forma de pensar de la gente. Por consiguiente, no podemos sino seguir compartiendo y reivindicando las voces de lxs otrxs todxs que nosotrxs somos, que pensamos la vida dentro de la enfermedad. De lxs otrxs todxs que nosotrxs somos, que nos mostramos vulnerables. De lxs otrxs todxs que nosotrxs somos, los que se apoyan y se organizan. De lxs otrxs todxs que nosotrxs somos, que nos comprometemos con el cuidado de los otros. De lxs otrxs todos que nosotrxs somos, los que ponemos la vida en el centro. De lxs otrxs todxs que nosotrxs somos, que piensan que los malestares son colectivos, que son cosa de todos. De lxs otrxs todxs que nosotrxs somos que resistimos porque sabemos que no estamos solos. De lxs otrxs todxs que nosotrxs somos, los que habitamos la esperanza.
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[1] Título en una de mis lenguas maternas como guiño simbólico a mis raíces.
[2] Graduada en Educación Social por la Universidad Oberta de Catalunya. Actualmente se desempeña profesionalmente como educadora social en un servicio de atención y recuperación a mujeres y sus hijos a cargo víctimas de violencia machista en Barcelona. Contacto azaharacanu@gmail.com. https://orcid.org/0009-0002-0452-2386.
[3] Maribel ha constituido un gran referente, también padeció cáncer de mama hace unos años y de su manera de acompañar podría destacar que supo respetar mi proceso como único.