ESPACIO, NATURALEZA Y PROCESOS DE ASIGNACIÓN DE VALOR FRENTE AL MODELO EXTRACTIVO
Claudia Bucio Feregrino[1]
Resumen: Este artículo explora las nociones antagónicas y coexistentes de la naturaleza y del espacio que son producidas, en diferentes escalas, en el marco de la conflictividad socioambiental. Con este propósito se recuperan las nociones de producción del espacio y la naturaleza planteadas por Henri Lefebvre y Neil Smith, para contribuir con el análisis crítico de la conflictividad, entendida como un fenómeno en el que, además del objeto de disputa, emergen procesos de asignación de valor que operan y explican la producción y (re)configuración de concepciones de espacio y naturaleza en una espacio-temporalidad específica.
Desde esta perspectiva analítica, son presentados los eventos y actores clave del conflicto socioambiental desencadenado por la oposición al proyecto Esperanza Gold que surgió en 2012. Este es un proyecto minero que supone la destrucción de dos cerros: Jumil y Colotepec, ubicados en Temixco, Morelos, México; proyecto que también impacta a la zona de monumentos arqueológicos de Xochicalco, catalogada como Patrimonio mundial por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) en 1999. El conflicto y los impactos socioambientales, reales o potenciales, no se circunscriben a los cerros ni a la zona arqueológica, por lo que fueron consideradas todas las comunidades y los distintos actores que, de uno u otro modo, confluyeron en el periodo del conflicto analizado.
Palabras clave: Conflictividad socioambiental, asignación de valor, producción del espacio, naturaleza, minería.
Introducción
En respuesta a la proliferación de conflictos socioambientales relacionados con la implementación de proyectos y actividades extractivas, diversos estudios e investigaciones han explorado nuevos enfoques y recuperado propuestas conceptuales con el propósito de discernir lo nuevo y lo viejo del extractivismo (Machado, 2019; Mezzadra y Neilson, 2017; Arsel et al., 2016; Merino, 2014). Algunos otros, han revisado los cambios jurídico-legales que, en México, sirvieron para facilitar el modelo extractivo (Carrillo, 2020).
Los conflictos que emergen ante este modelo constituyen un tipo específico de conflictividad social en el que convergen y divergen actores sociales con prácticas y discursos potencialmente antagónicos. Estas prácticas y los discursos que las sustentan se tejen y tienen un arraigo más profundo que el delimitado, analíticamente, por el objeto de disputa. Un conflicto socioambiental no se agota en la defensa y visibilización de los múltiples impactos socioambientales, en la medida en que este tipo de conflictos implican tensiones y disputas por formas de vida sustentadas en valoraciones contrapuestas a las hegemónicas.
En este artículo, me centro en el estudio sobre la producción de espacio y de la naturaleza para entender los conflictos socioambientales, con base en el trabajo de Neil Smith y Henri Lefebvre sobre la producción de la naturaleza y del espacio; y utilizo la perspectiva de Elizabeth Emma Ferry, quien analiza y desarrolla los procesos mediante los cuales las comunidades asignan valor (más que en los valores per se), con el propósito de caracterizar lo que se disputado en y por el conflicto. Con base en lo anterior, busco contribuir al análisis crítico de la conflictividad socioambiental relacionada con proyectos extractivos, como la minería de gran escala.
En un primer nivel, los conflictos socioambientales constituyen una reunificación (en sentido simmeliano) de diferentes actores sociales con intereses potencialmente opuestos, incluidas las redes sociales y políticas que conforman (Simmel, 2013). Para George Simmel, el conflicto es una forma de socialización. Sin la oposición, única relación posible entre contrarios, la vida colectiva se reduciría a una simple reunión. Esta función tiene un límite, cuando se “busca la muerte del otro, el elemento creador de unidad queda completamente destruido, pero basta una limitación de la violencia, una mínima consideración del otro, para que se dé un momento de socialización, aunque solo sea por contención” (Simmel, 2013, pp. 21-26).[2]
En un segundo nivel, los conflictos son producidos por la “reorganización continua de la escala espacial [como] parte integral de las estrategias sociales para combatir y defender el control sobre recursos limitados y/o luchar por el empoderamiento” (Swyngedouw, 2004, p. 133). Esto implica reconocer a los actores sociales, particularmente empresas y gobiernos, así como las configuraciones escalares, noción propuesta por el mismo autor, es útil para reconocer que, “como construcción geográfica, las escalas se convierten en espacios alrededor de los cuales se realizan y ejecutan coreografías del poder social” (Swyngedouw, 2004, p. 131); de ahí que la multiescalaridad del conflicto sea más que una mera ubicación, en más de una escala geográfica (o niveles de actuación), sino un elemento constitutivo de las distintas estrategias sociales de ejercicio del poder.
En un tercer nivel, como han propuesto Facundo Martín y otros estudiosos, es necesario reflexionar críticamente sobre la compleja espacialidad del extractivismo (Martín, 2017), y de los conflictos detonados por este modelo, que incluya el estudio de la dimensión espacial, sus prácticas y la configuración escalar mediante las cuales este modelo opera y se constituye en hegemónico.
Para avanzar en los dos últimos niveles analíticos, propongo utilizar el proceso de asignación de valor como una perspectiva útil para identificar cómo, en algunas situaciones, las valoraciones correctas e incorrectas compiten y coexisten. Debido a la naturaleza contingente y compleja de lo que está en disputa, esta perspectiva abona al análisis de los conflictos socioambientales enfatizando las dinámicas que operan y configuran las valoraciones, y el carácter inalienable, otorgados a ciertos bienes naturales. Ambos aspectos serán explorados a partir del conflicto que surgió frente al proyecto Esperanza Gold ubicado al centro-occidente de Morelos.
Producción de la naturaleza y del espacio: claves conceptuales para entender la conflictividad socioambiental
Neil Smith (2006) reconstruye la noción de naturaleza que, aun de manera fragmentada, está presente en la obra de Karl Marx y explica la especificidad que esta noción tiene bajo el sistema capitalista a partir de tres ideas centrales. Primero, la producción constituye la relación material fundamental entre los seres humanos y la naturaleza, que es posible, inicialmente, mediante el trabajo, actividad humana que produce valores de uso cuyo sentido es la satisfacción de necesidades. Sin embargo, a partir del desfase entre producción y consumo, en el que no se produce para consumir sino para obtener un excedente social, es necesario un mayor control social sobre la naturaleza, es decir, sobre lo que se produce.
Segundo, con la producción para el intercambio (posible por el excedente de valores de uso) la relación entre los seres humanos y la naturaleza se transforma y deja de ser, únicamente, una relación de valor de uso. Para Smith, el desarrollo de instituciones y formas sociales que facilitan y regulan la producción para el intercambio es lo que hace posible que la sociedad sea distinguible de la naturaleza. La separación entre naturaleza y sociedad es posible mediante la agencia humana (Smith, 2006, pp. 24-30).
Si bien bajo el capitalismo (como en todo modo de producción anterior a éste), la relación con la naturaleza es mediada socialmente, se diferencia de los otros modos en tanto que la lógica de esa mediación no deriva de la necesidad de producir para consumir valores de uso, “ni aun de la lógica para el intercambio […] Es, mejor dicho, la lógica abstracta unida a la creación y la acumulación de valor social lo que determina la relación con la naturaleza en el capitalismo” (Smith, 2006, pp. 33, 34-42). Por ello, lo que resulta único en el capitalismo es que, por primera vez, los seres humanos producen naturaleza a escala mundial.
Tercero, si bien la distinción entre una primera y una segunda naturaleza permite diferenciar entre materialidad (valores de uso) y abstracción (valores de cambio), deja de ser necesaria debido a “la capacidad del capital de producir el mundo material ‘a su propia imagen’ [lo que] convirtió esa distinción en víctima de sí misma” (Smith, 2006, p. 48). Esta explicación histórica parte del postulado (previamente planteado por Marx) en torno a la unidad, y no la separación, entre sociedad y naturaleza. Separación que ha sido considerada como una “falsa abstracción” puesto que, posicionar a la naturaleza como algo externo a la sociedad implica caer en un absurdo; el cual, ha tenido una función social importante. Esto es, la separación y la relación de externalidad entre sociedad y naturaleza es el fundamento teórico que subyace en la relación, práctica e ideológica, de dominación de la primera sobre la segunda (Smith y O’Keefe, 1980, p. 32).
Neil Smith plantea que la producción de la naturaleza a escala global es el objetivo del capital y no, simplemente, un mayor dominio sobre ella. Esta conclusión (lógica, no explícita) que resulta de la concepción de naturaleza en la obra de Marx tiene una implicación fundamental: no es el control de la naturaleza lo que interesa sino “cómo producimos naturaleza y quién controla esta producción de la naturaleza”. Incluso, lo que está en juego es “el control social para determinar qué es y qué no es socialmente necesario […] es una batalla por controlar lo que es valor y lo que no lo es. En el capitalismo, éste es un juicio resuelto en el mercado, un juicio que se presenta a sí mismo como un resultado natural”. Frente a la idea del control de la naturaleza entendida como “el sueño soñado cada noche por el capital y su clase, en la víspera del día siguiente de trabajo”, Smith apela a un control “verdaderamente humano sobre la producción de la naturaleza” (Smith, 2006, pp. 52-57).
Además de recuperar el concepto de naturaleza en la obra de Marx, Smith plantea que el espacio también es producido. El autor reconoce que, antes que él, Henri Lefebvre desarrolló la noción de producción del espacio, pero (de acuerdo con el propio Smith), Lefebvre se sitúa en la reproducción de las relaciones sociales de producción, mientras que él busca entender el espacio desde el proceso de producción.
De acuerdo con Smith, la referencia explícita al espacio en la obra de Marx está en el valor de uso, como atributo de éste. La localización de un valor de uso (contenido en el trabajo o en una mercancía) cambia, por ejemplo, con el intercambio; este cambio espacial provoca que el valor de uso también cambie y, en consecuencia, se incremente el valor de cambio. De hecho, la circulación física de los objetos materiales es una condición para la del capital; por lo que el capitalismo se empeña en romper cualquier barrera espacial (Smith, 2006, p. 95).
Smith plantea que la unidad, lógica e histórica, entre la práctica humana y el espacio geográfico constituye la premisa fundamental de la concepción moderna del espacio. Unidad que encierra una contradicción fundamental:
Mientras el desarrollo social conduce, por un lado, hacia la progresiva emancipación del espacio, al mismo tiempo la fijación espacial se convierte en un cimiento indispensable para el desarrollo social. La universalización del trabajo asalariado y con ella la del valor, una tendencia inherente al capital; conducen inexorablemente a la emancipación de las instituciones y de las relaciones sociales de cualquier espacio absoluto heredado […] Sin embargo, la emancipación del espacio natural sólo alimenta la necesidad de producir espacio relativo. (Smith, 2006, pp. 83-84)
La emancipación del espacio se da en el nivel de las relaciones de producción, es decir, en las que los hombres mantienen con la naturaleza y entre los hombres para producir otras necesarias e independientes de su voluntad como afirmó Karl Marx. A su vez, el espacio constituye un medio de producción que se consume durante el proceso de producción, y son las particularidades del espacio (la fijación es una de ellas) lo que determina el desarrollo de las fuerzas productivas. Aun cuando a escala global el espacio es sometido al capital, esto no significa que se reduzca únicamente a ello (Smith, 2006, p. 86). Además, el autor advierte que, junto a la fijación social y de la emancipación, hay una tendencia hacia la diferenciación y la universalización, o al igualamiento que resulta del modo de producción capitalista del espacio que: “no es un plano llano de existencia, ni tampoco está infinitamente diferenciado. Mas bien, el modelo resultante es un desarrollo desigual, no en un sentido general, sino como el producto específico de una dinámica contradictoria” (Smith, 2006, p. 91).
Por su parte, Henri Lefebvre argumenta que la producción de mercancías no solo debe observarse en el espacio, sino lo que resulta de eso, una producción del mismo; esto supone un ejercicio de inversión, no de sustitución, que exige “pasar de los productos […] a la producción” (Lefebvre, 2013, p. 86). En esa dirección, el autor propuso un acercamiento trialéctico para entender la dimensión espacial de la realidad social. El espacio social, compuesto por los espacios de representación, las representaciones del espacio y por la práctica espacial, es una noción fundamental en el análisis crítico de Lefebvre sobre el sistema capitalista.
Los espacios de representación refieren al espacio vivido, el de los habitantes y usuarios; experimentado pasivamente, dominado, donde se conforman, en mayor o menor medida, sistemas de símbolos y signos no verbales, imágenes. En los espacios de representación se utilizan simbólicamente los objetos del mundo físico. Las representaciones del espacio son el espacio concebido, es decir, las concepciones que los científicos, planificadores y tecnócratas hacen sobre él. Aquí, las concepciones del espacio constituyen sistemas de signos verbales que resultan de elaboraciones intelectuales. Este es el espacio de la dominación.
Las prácticas espaciales son los conjuntos espaciales de una formación social, los lugares de la producción y reproducción material. Es el espacio percibido. La práctica espacial “consiste en una proyección ‘sobre el terreno’ de todos los aspectos, elementos y momentos de la práctica social, separándolos y sin abandonar durante un solo instante el control global: es decir, realizando la sujeción del conjunto de la sociedad a la ‘práctica política’, al poder del Estado” (Lefebvre, 2013, p. 69).
El espacio social puede definirse, entonces, como una abstracción concreta, es decir, una que deviene real, concreta y verdadera en y por la práctica social. Cuando se le concibe aisladamente, el espacio deviene en una abstracción sin relación con las condiciones y prácticas concretas que lo producen.
Además, Lefebvre plantea una diferenciación entre apropiación y dominación. Ambas nociones están implicadas en la producción del espacio, pero su distinción es útil para destacar el carácter de los espacios producidos. Si bien toda dominación supone apropiación, no toda apropiación es o tiene como fin último la dominación, imponiéndose una sobre la otra. Cuando la relación de dominación prevalece, el espacio que así resulta es el de la imposición. En cambio, el espacio de la apropiación refiere a una actividad de carácter apropiativo, en donde un grupo social hace suyo un “espacio natural modificado” con el objeto de servir y satisfacer sus necesidades. Además, la apropiación es distinta de la propiedad y de la posesión; éstas constituyen una desviación, una posibilidad o condición (Lefebvre, 2013, p. 213).
El espacio dominado y el apropiado, dice Lefebvre, “pueden ir juntos. En realidad deberían combinarse, pero la historia (la de la acumulación) es la historia de su separación y de su contradicción”. La oposición entre ellos es conflictiva y “se desarrolla hasta la victoria abrumadora de uno de los términos en lucha: la victoria de la dominación, que termina subyugando a la apropiación. Pero no lo suficiente como para que ésta desaparezca” (Lefebvre, 2013, p. 214).
En suma, un análisis de la dimensión espacial de la conflictividad socioambiental asociada con la expansión y profundización de extractivismo implica poner de relieve las diversas y múltiples formas en que los actores sociales viven, representan y perciben el espacio, las cuales se tejen y ponen en tensión el carácter absoluto, relativo y relacional del espacio producido. No se trata de definirlo ni a las prácticas espaciales que existen a priori, sino aquellas que resultan y se producen en y por el conflicto socioambiental.
Las prácticas espaciales de dominación, apropiación y control impuestas por la producción capitalista del espacio; así como las que, frente a éstas, se despliegan y desafían esa producción del espacio, enmarcan la conflictividad socioambiental. Las prácticas espaciales que emergen o se consolidan con el conflicto configuran espacios de representación y representaciones del espacio, e instituyen determinadas formas de producción de la naturaleza. Al definir la conflictividad socioambiental como tensiones y disputas que se gestan en torno a los bienes comunes naturales, lo que se pone en juego es el control del proceso de producción de la naturaleza. No se trata de una “primera naturaleza” exterior, sino de una concreta e históricamente producida: valores de uso que, bajo el sistema capitalista, constituyen una “segunda naturaleza” abstracta (valor de cambio).
La producción capitalista de la naturaleza tiene, como un elemento clave, la negación del valor de la naturaleza. Es decir, la producción de valor en el sistema capitalista, sustentado en la explotación de la fuerza de trabajo (entendida como condición necesaria para la producción material y fuente de toda riqueza), niega a la naturaleza o la trata como si fuera cualquier otra mercancía: “el valor del trigo como ocurre con toda mercancía bajo el capitalismo, procedía del trabajo […] La naturaleza, que contribuía a la producción de valores de uso, era tan fuente de la riqueza como el trabajo, aun cuando su contribución a la riqueza fuese omitida por el sistema” (K. Marx, citado en Foster, 2005, pp. 257-258).
Procesos de asignación de valor: valoraciones correctas e incorrectas
Elizabeth Emma Ferry (2011) plantea que una colectividad asigna valor a determinados bienes y, en esa medida, establece derechos y obligaciones que la organizan e identifican (pp. 173-181). En este proceso, el carácter alienable y el inalienable son dos cualidades que coexisten y entran en pugna, fijándose distinciones entre valoraciones “correctas y no correctas”, según lo defina el grupo social (Ferry, 2011, p. 36).
Elizabeth Ferry subraya la tensión entre el carácter inalienable de los objetos y la colectividad. Tensión que surge con el intercambio. Sobre esto, Ferry recupera de Annette Weiner la categoría de posesiones inalienables para referirse a “aquellos objetos que, aunque sean intercambiados, tienden a ser devueltos para mantener al colectivo”, y al hacerlo, reafirman su cualidad inalienable (Ferry, 2011, pp. 250-251). Por tanto, un objeto es inalienable debido a su “identidad exclusiva y acumulativa con una serie particular de propietarios a través del tiempo” (Weiner 1992, citado en Ferry, 2002, p. 335).
En el caso de la extracción de plata por la cooperativa guanajuatense Santa Fe, estudiado por Ferry, la tensión entre inalienabilidad y mercantilización se resuelve con el lenguaje patrimonial, que permite a los actores locales valorar y significar la plata como una posesión inalienable que, aunque intercambiada en el mercado, vuelve al lugar bajo otras formas: “la plata que se extrae retorna para alimentar a los hijos de la cooperativa y construir casas” (Ferry, 2011, p. 252).
A la luz de la dialéctica que Marx planteó sobre la mercancía y las formas de valor que allí se producen, Ferry enfatiza que, si bien el valor de uso es un aspecto de todas (o casi todas) las mercancías, solo ciertos tipos de objetos, en ciertos contextos, se describen como inalienables. De hecho, “los productos básicos pueden tratarse de diferentes maneras según la situación, pero también pueden intercambiarse dentro de los sistemas de mercado y mantener simultáneamente una conexión con formas de valor inconmensurables e inalienables. De hecho, estas formas alternativas de valor se producen dentro de un sistema de intercambio de productos básicos y dependen de él”; lo que no entraña una división entre mercantilización y no comercialización; por el contrario, se refieren a “las formas en que los agentes locales manipulan las nociones de valor en competencia dentro de un sistema de intercambio de productos básicos” (Ferry, 2002, p. 351; énfasis del autor).
Al asignar colectivamente un valor, los actores caracterizan y clasifican los objetos mediante múltiples y diversos modos. Esta asignación es discursiva, esto es, las personas emplean ciertos lenguajes, que tienen un acceso diferencial y cuyo uso depende (en términos de Harvey) del marco espaciotemporal. En este aspecto, Harvey es incisivo:
El discurso sobre la cosa, o más en general, los discursos evaluativos son fundamentales para las prácticas espacio-temporales de valoración tanto de la cosa como de la persona. Sin el acto de nombrar, la memoria, los discursos, todo el proceso de constitución de un mundo mediado de relaciones espacio-temporales se desplomarían […] La circulación de la información y la construcción de discursos sobre las cosas (aunque esos discursos no sean más que “el lenguaje del dinero”, como lo llamaba Marx) entonces y ahí, como aquí y ahora, se convierten en una faceta decisiva no solo de la construcción de las relaciones espacio-tiempo, sino también de la constitución del valor, al margen de su fetichización, tanto de la gente como de las cosas. (Harvey, 2018, p. 287)
El proceso de valoración no equivale a encerrar los objetos en valoraciones fijas previamente constituidas, manifiesta las disputas sobre las maneras en que los bienes son valorados: “el poder social del valor proviene de su naturaleza no establecida” (Ferry, 2011, p. 42).[3] Los actos de asignación de valor se superponen o contraponen en la medida en que son modificados o renovados por las relaciones de poder (Ferry, 2011, p. 43). Esto es, las asimetrías de poder, al establecer relaciones dominación y resistencia entre los actores sociales, sus intereses y demandas, dejan ver la convergencia y divergencia de las valoraciones disputadas en los procesos de asignación de valor.
Ciertos bienes son valorados en función de la idea de patrimonio, que no sólo refiere a un bien, material o no, que puede ser intercambiado en el mercado, sino a uno idealmente no alienable y sujeto a límites para el intercambio, aun si su valor puede determinarse de algún modo. El patrimonio, en tanto que mercancía o bien inalienable, únicamente es intercambiado con ciertos grupos o partes de éste, incluidos los que aún no existen, como en el caso de las futuras generaciones (Ferry, 2002, p. 349).
¿Cómo podemos definir un idioma de “patrimonio”? Patrimonio deriva del latín patrimonium (propiedad paterna). El término puede referirse literalmente a la propiedad legada de padre a hijos o de ancestro a descendientes, o bien a la propiedad ancestral de un grupo corporativo o clase. En el uso corriente, el patrimonio denota la propiedad colectiva y exclusiva por parte de un grupo, a menudo organizado o conceptualizado como grupo emparentado por línea paterna. Cuando se describe algo como patrimonial, se ponen límites a su intercambio pues se cataloga como idealmente inalienable; se supone que tales posesiones deben permanecer controladas por el grupo social que alega tener derechos sobre ellas y, normalmente, ser legadas intactas de generación en generación. (Ferry, 2011, p. 36; énfasis de la autora)
El patrimonio constituye, entonces, un lenguaje que desborda al bien valorado y organiza las relaciones de propiedad de un grupo o de una colectividad.[4] El lenguaje de patrimonio es una estrategia que se despliega en función de la asignación social de valor, y no porque intrínsecamente un objeto posea uno u otro. De ahí la insistencia de David Harvey: “el poder de los objetos y de las cosas sobre nosotros, el hecho de que parezcan tener vida y poseer valor por su propia cuenta depende por completo de la manera en que los discursos del valor los envuelven y los dotan de significado simbólico” (Harvey, 2018, p. 287).[5]
Esto es particularmente importante para los bienes naturales por varias razones. Primero, aun cuando un bien común (como el oro o la plata) sea libremente intercambiado en el mercado, su regreso al lugar de origen constituye una estrategia que permite a un grupo social resolver la tensión entre el carácter inalienable y su forma mercancía, es decir, alienable, conmensurable y despojada de sus particularidades (Ferry, 2002; Ferry, 2011). Segundo, los naturales, como cualquier clase de bienes, no poseen un valor intrínseco a pesar del poder social que, sin duda, ejercen sobre los grupos sociales. Tercero, la asignación de valor es simultánea a la negación del mismo. De acuerdo con Harvey, los análisis de Nancy Munn y Marcel Mauss ponen de manifiesto, respectivamente, que una dialéctica de la valoración y la desvaloración supone que la creación y la negación de valor son igualmente importantes; y que, además, en un sistema se crean y niegan valores con la misma velocidad (Harvey, 2018, p. 288).
En relación con este último punto, Harvey plantea la siguiente interrogante: cómo se explican los cambios y la conformación de nuevas formas de asignación de valor y, por ende, de nuevas prácticas materiales de reproducción social. Para el autor, esto puede tener una respuesta simple: “los nuevos conceptos del espacio-tiempo y del valor han sido impuestos por la mera fuerza mediante la conquista, la expansión imperial o la dominación neocolonial” (Harvey, 2018, p. 289).
Si las tensiones o disputas son delineadas por los procesos de asignación de valor mediante el cual los actores organizan, clasifican y restringen (o no), los usos y accesos (la propiedad y la apropiación) sobre los bienes naturales, especialmente frente a actores identificados como externos al grupo, pueblo o comunidad; estas disputas pueden, entonces, ser explicadas como procesos de valoración enmarcados por una espacio-temporalidad específica que, en este caso, es la delimitada en y por el conflicto, sea en sus fases de latencia o manifiesto. Mediante la asignación de valor se determina qué es y qué no es valor, y se establecen distinciones entre valoraciones correctas y no correctas. Este proceso es práctico y discursivo: define y organiza las relaciones sociales entre las cosas, y las relaciones materiales entre las personas.
Desde el campo de la economía ecológica, Joan Martínez-Alier, Giuseppe Munda y John O’Neill (1998) señalan que existen dos tipos de discrepancias o contradicciones de valoración de los bienes de la naturaleza: a) las que tienen lugar dentro de un único sistema; y b) las que resultan de los distintos criterios de valoración que se ponen en juego, disputándose el propio sistema de valoración que debe ser empleado (Martínez-Alier, 2004, p. 29). Este segundo tipo de discrepancias se debe al carácter inconmensurable de los valores, esto es, a “la ausencia de una unidad común de medida a través de valores plurales” (Martínez-Alier et al., 1998, p. 280).
Las tensiones no solo resultan de, o se reducen a, la divergencia de intereses, sino también responden a la pluralidad de valores (Martínez-Alier, 2001, p. 128). Es decir, “se pueden defender diferentes intereses insistiendo en las discrepancias de valoración dentro del mismo estándar de valor, o recurriendo a descripciones no equivalentes de la realidad, es decir, a diferentes estándares de valor” (Martínez-Alier, 2001, p. 167). A la luz de la inconmensurabilidad y de la pluralidad de valores, Martínez-Alier plantea que los conflictos ecológico-distributivos, o socioambientales, revelan distintos lenguajes de valoración; es decir, “se expresan con distintas palabras según los diferentes actores” (Martínez-Alier, 2004, p. 29).
En los conflictos socioambientales, las relaciones de poder tienen lugar en dos planos distintos: en la capacidad de imponer a otros una decisión; o bien, cuando se impone un método de decisión, escenario en el que un lenguaje de valoración triunfa sobre otros (Martínez-Alier, 2004, p. 29). El lenguaje que tiende a imponerse es el de la valoración económica. Mediante una unidad de medida común (la monetaria) diferentes valores pueden ser negociados uno con otro (Martínez-Alier et al., 1998).
Por su parte, David Harvey identifica cuatro argumentos que reivindican la valoración monetaria de la naturaleza. Uno de ellos es el de la universalidad del dinero como único criterio de fácil entendimiento de medición del valor:
la comparabilidad de diferentes proyectos ecológicos (desde la construcción de presas a las medidas de conservación de la vida salvaje o la biodiversidad) depende de la definición de un criterio común (implícito o reconocido) para evaluar si uno es más justificable que otro. Hasta ahora no se ha elaborado ninguna alternativa satisfactoria o universal al dinero que sirva para tomar decisiones comparativas sobre una base racional. (Harvey, 2018, p. 198)
El conflicto socioambiental detonado por el Proyecto Esperanza Oro: balance del periodo analizado
El proyecto Esperanza Gold –antes conocido como proyecto Cerro Jumil–, está localizado en el municipio de Temixco, en el centro-occidente de Morelos, México. Desde el año de 2013 este proyecto de minería a cielo abierto para la extracción de oro y plata ha sido operado por Esperanza Silver de México, filial de la corporación transnacional de origen canadiense Alamos Gold Corp.[6] En febrero de 2022, Alamos Gold anunció la venta del proyecto a la empresa Zacatecas Silver Corp por $60 millones de dólares.
Entre 2003 y 2009 Esperanza Silver de México adquirió seis títulos de concesión y exploró varios sitios de interés en un área total de 15 mil hectáreas; estos lugares representan una potencial ampliación del proyecto Esperanza Gold.[7] Por tanto, los impactos reales y potenciales no se limitan al área que comprende el proyecto (esto es, 697 hectáreas, las cuales representan casi el 5 por ciento de las 15 mil hectáreas), también estarían comprometidas varias comunidades campesinas, indígenas y mestizas, así como asentamientos urbanos de los municipios de Temixco, Miacatlán y Xochitepec (figura 1).
En noviembre de 2012, Esperanza Silver de México presentó a las autoridades ambientales la Manifestación de Impacto Ambiental (MIA) del proyecto para iniciar la fase de explotación, éste supone la destrucción de los cerros El Jumil y Colotepec debido a que el yacimiento aurífero está localizado en las inmediaciones de ambos. Además, la Zona Arqueológica de Xochicalco (ZAX) —declarada Patrimonio mundial por la UNESCO en 1999— está localizada a unos cuantos metros de la región de explotación minera; de hecho, el área de protección de la ZAX es colindante con el área del proyecto.
Ante el inminente inicio de extracción minera, las tensiones y disputas se agudizaron y, en junio de 2013, las autoridades ambientales negaron la autorización de la MIA. Esta negativa puso de manifiesto dos cuestiones: primero, la respuesta de las autoridades ambientales representa una decisión institucional que se limitó al señalamiento de inconsistencias técnicas;[8] segundo, esta decisión también es resultado de la oposición social ejercida por la coalición de actores sociales que se opusieron al proyecto y a las concesiones mineras.
Esta coalición resultó de la convergencia de distintos actores sociales que, pese a sus distintas escalas y aun con diferentes nociones de lo que está en disputa, se aglutinaron en torno al “No a la MIA” y, en esa medida, cuestionaron a las dependencias del gobierno que, a nivel federal y estatal, indirectamente avalaron, o al menos no objetaron, el avance del proyecto, entre ellas el Instituto de Nacional de Antropología e Historia (INAH), instancia del gobierno federal encargada de la conservación y protección del patrimonio arqueológico.
Esta coalición estuvo compuesta por dos grandes frentes. Por un lado, el gobernador de Morelos y la Secretaría de Desarrollo Sustentable (SDS), dependencia del gobierno estatal encargada de fomentar e implementar políticas públicas para la preservación, conservación y manejo sustentable de los ecosistemas. Por otro lado, las comunidades afectadas por el proyecto y el movimiento social opositor al mismo: el Movimiento Morelense Contra las Concesiones Mineras de Metales Preciosos (MMCMMP), conformaron un segundo frente. Este movimiento también aglutinó la participación y el apoyo de investigadores de la Universidad Autónoma del Estado de Morelos; de militantes del partido político de centroizquierda, el Partido de la Revolución Democrática; de la organización ambientalista Guardianes de los árboles; así como de las redes de organizaciones y de derecho ambiental Red Mexicana de Afectados Ambientales (REMA), Centro Mexicano de Derecho Ambiental (CEMDA) y MiningWatch Canada, entre otros.
A su vez, la corporación minera y la comunidad nahua de San Agustín Tetlama, del municipio de Temixco, conformaron el núcleo duro del bloque “promovente”. Es decir, a lo largo de estas dos décadas (considerando desde el momento en que Esperanza Silver de México adquirió las concesiones), la comunidad mencionada ha mantenido su apoyo a la empresa minera; aceptación que, entre 2011 y 2012, derivó en el arrendamiento de las tierras comunales donde se llevaría a cabo la explotación minera, tierras sobre las que Tetlama y Miacatlán tienen derechos agrarios.
Un tercer grupo de actores, mucho más difuso y, algunas veces poco visible en el discurso mediático, oscila entre la coalición opositora y el bloque promovente; unas veces alineado con los intereses de la corporación minera y otras tendiente hacia la oposición. En éste se encuentran, por ejemplo, el INAH que, hasta antes de 2013, convino con la empresa minera la delimitación de áreas de restricción temporal al interior del área del proyecto debido a que en el cerro de El Jumil fueron localizados vestigios arqueológicos; en el resto del área, el instituto avaló el avance de las actividades mineras. Con la agudización del conflicto y durante los meses que duró la evaluación de la MIA, el INAH señaló que la preservación del patrimonio es incompatible con este tipo de minería.
En este tercer frente también pueden incluirse a los habitantes que, sin derechos agrarios, son directa o indirectamente afectados por el proyecto minero, por lo que su postura, sea de oposición o de aceptación, está en función de otros aspectos (incluso, si se desempeñan en actividades agrícolas campesinas), pero que no tienen la condición de comuneros o ejidatarios (nombre que reciben las personas con derechos agrarios). Tal es el caso de la comunidad de Milpillas, una localidad conformada en la década de 1990 y asentada a unos 500 metros de El Jumil y Colotepec, en un parte de los terrenos comunales de Tetlama que fueron usados como basurero a cielo abierto para depositar los residuos sólidos urbanos de Temixco y Cuernavaca, hasta el cierre técnico del lugar decretado en el año 2006.
Además de la autorización ambiental, la “venta de los cerros” constituyó otro eje de las tensiones y disputas. El 18 de febrero de 1994, el gobierno federal emitió un decreto con el que se declaró como “Zona de monumentos arqueológicos” a un área total de 707 hectáreas, la cual rodea a los vestigios de Xochicalco y que serviría de protección. Esta área corresponde, por su ubicación, a la comunidad de Tetlama y al pueblo de Miacatlán.[9] Como consecuencia, una parte de las tierras comunales de ambas comunidades sería expropiada por el gobierno federal y administrada por el INAH, a cambio de una indemnización que recibirían los posesionarios de la tierra. Este proceso generó desacuerdo entre las personas con derechos agrarios sobre esa zona.
Para el desarrollo de las actividades mineras, una corporación debe acceder a la superficie territorial del área que comprenden sus títulos de concesión. Entre otras cosas, este acceso supone tener certeza jurídica sobre quién o quiénes son los posesionarios de la tierra. Pese al decreto y debido a que éste no había sido formalizado, no estaba claro si los comuneros seguían teniendo derechos sobre ellas, o si ya correspondían al INAH. Por todo ello, la expropiación fue un proceso directamente vinculado con el conflicto. Además, con el conflicto se evidenció que el área concesionada a la corporación se sobreponía a la decretada como “Zona de monumentos” (figura 1). Ante ello, en diciembre de 2017, la Secretaría de Economía hizo pública la modificación de la región que comprendían los títulos de concesión minera para excluir dicha zona, reduciendo el área concesionada de 15 a 14 mil trescientas hectáreas.
En suma, la trayectoria del conflicto puede caracterizarse a partir de tres fases: una primera de no conflicto, una segunda donde las tensiones y disputas se agudizaron e hicieron manifiestas en el discurso mediático, y una tercera de repliegue y continuidad del conflicto (figura 2). La destrucción de los cerros, la afectación a la Zona Arqueológica de Xochicalco, el uso, acceso y la posible contaminación del agua, y los impactos a la salud fueron los principales agravios que, en distintos grados y mediante diversos mecanismos, fueron denunciados por esta coalición opositora.
Propiedad, derechos y patrimonio: procesos de asignación de valor en el conflicto socioambiental del centro-occidente de Morelos
En esta sección son presentados los procesos de asignación de valor y las distintas nociones sobre la naturaleza y las prácticas espaciales que se (re)configuraron ante la inminente destrucción de los cerros El Jumil y Colotepec, los cuales fueron identificados y delimitados con base en el trabajo etnográfico, documental y de análisis, realizado entre los años 2015 y 2017.[10]
Para las instituciones del Estado, la asignación de valor sobre los bienes naturales, específicamente el agua y la tierra, responde al tipo de propiedad. Esto es, el dominio directo no es solo una definición que de manera abstracta condiciona la organización social de los bienes naturales; es mediante las prácticas burocráticas que regulan su acceso, uso y control que esa dominación se produce y hace efectiva. A su vez, para la corporación minera el tipo de propiedad es un elemento de la asignación de valor en la medida en que condiciona su acceso, uso o control; pero, en tanto que depende del acceso a estos “insumos” para el desarrollo de sus operaciones, la asignación de valor supone que los bienes de la naturaleza sean reducidos a un cambio de régimen de propiedad mediante alguno de los recursos jurídico-legales dispuestos por el Estado: arrendamiento, ocupación temporal, compra-venta o expropiación; aun si los bienes naturales están regidos bajo la propiedad social o sujetos a la propiedad del Estado.
La asignación de valor y el régimen de propiedad tienen, respecto del agua, varias implicaciones que dan cuenta de la especificidad del caso bajo estudio, que no lo hace único, sino más bien permite comparar y establecer similitudes y diferencias frente a otros. Esto es, en el discurso mediático la corporación fue duramente criticada por apoyar a la comunidad de Tetlama para resolver las malas condiciones de la infraestructura para el suministro y abastecimiento de agua potable a los habitantes, lo que frecuentemente derivaba en escasez y se vuelve más apremiante en la época de estiaje, en agosto de 2013, el presidente municipal de Temixco afirmó, en un acto público, que la bomba de agua para solucionar el mal suministro fue adquirida con recursos federales, en aras de refutar a quienes afirmaron que había sido comprada por la corporación minera (Diario de Morelos, 2013).
Sin embargo, en el contrato de arrendamiento sobre las tierras de uso común suscrito entre Tetlama y Esperanza Silver de México, ésta última expresamente incorporó el tema del agua en dos de las cláusulas y compromisos: 1) “actuar como gestora, así como apoyar con material con el fin de ampliar el pozo de agua potable de la comunidad”; 2) “queda expresamente entendido que ‘La Empresa’ no llevará a cabo trabajos mineros de naturaleza alguna en la zona habitada por los miembros de ‘la comunidad’, respetando además los arroyos y pozos que surten de agua potable a ‘la comunidad’” (Expediente general núm. 42/1 de los Bienes Comunales de Tetlama; énfasis añadido) .
A pesar de lo anterior, la minera no solo no presumió su ayuda a la comunidad respecto del abasto de agua, sino que otros actores, como el presidente municipal de Temixco y el gobernador estatal, Graco Ramírez, enfatizaron que la reparación del pozo de agua había resultado del trabajo de los organismos públicos encargados de estas tareas; deslindando, por completo, que hubiera existido algún tipo de injerencia por parte de la minera. Después de la negación de la licencia ambiental la estrategia de la empresa cambió. Bajo un “nuevo” modelo de minería social y ambientalmente responsable promovido por Alamos Gold, varios medios de comunicación local difundieron las actividades que la empresa había emprendido para mejorar el abastecimiento del agua potable a la comunidad de Tetlama.
Los procesos de asignación de valor promovidos por la corporación y por el Estado compiten con los procesos que, a escala local comunitaria, están orientados por la reproducción social de la vida. Si bien la propiedad del Estado sobre los bienes naturales constituye una fuente de mediación entre ésta y la propiedad social, en tanto que los limitan, restringen o modifican bajo la idea del “interés público” o “bienes de la nación”, las comunidades no se ciñen completamente a las prácticas del Estado. En la medida en que lo público y lo estatal no están dados, y en tanto que práctica y discursivamente deben hacerse efectivos, hay un importante margen que ha permitido que se (re)produzca una idea alternativa sobre los bienes naturales.
Los procesos de asignación de valor no emergen exclusivamente del conflicto, pero los agudiza. Para la comunidad de Tetlama, la asignación de valor no se restringe, únicamente, al monetario de la transacción de la tierra por el dinero, esto equivaldría a excluir, en términos analíticos, la relación simbólica y cultural que la comunidad mantiene con el entorno. Sin embargo, la propiedad social de la tierra que organiza a las asambleas ejidal y comunal (máxima autoridad que decide y usufructúa la tierra bajo este tipo de régimen de propiedad) se vuelve secundaria al dejar de constituir un soporte desde el cual se regule o limite el intercambio.
En Tetlama la asignación de valor dominante que explica la aceptación del proyecto está sustentada en la retribución material, la cual es aprobada (escasamente y bajo un formato cortoplacista), a través de los bienes ofrecidos por la corporación, materiales (trabajo o dinero) e inmateriales (capacitación laboral, servicios de salud y escolaridad; e incluso la recuperación de una identidad cultural). Con ello, las afectaciones ambientales o a la salud, inmediatas y potenciales, fueron asumidas y minimizadas: “poco o nada, a cambio de algo”; muestra de esto son, por ejemplo, las proclamas que en las bardas de algunas casas del pueblo se podían leer: “el cianuro no mata, mata la ignorancia, sí a la mina” (diario de campo, noviembre de 2015).
Esta valoración monetaria no tiene, como beneficiarios exclusivos (aunque sí privilegiados) a los comuneros o ejidatarios; en este, como en otros conflictos, las corporaciones privilegian a los posesionarios de la tierra, pero incluyen en los beneficios sociales y en los acuerdos de retribución material (en distintos modos y grados) a la mayor parte de la comunidad. No incluir a todos los integrantes del “radio de influencia” del proyecto ha sido, frecuentemente, uno de los elementos detonantes de las tensiones y disputas. Los “beneficios inmateriales” prometidos por la corporación, tales como la capacitación para desempeñar algún oficio o la recuperación de la identidad cultural, además de intangibles o cualitativamente distintos a los económicos, están subordinados a la aceptación del proyecto y, con ello, a la valoración monetaria.
En suma, la comunidad y la corporación instituyeron una asignación de valor en la que los bienes de la naturaleza son traducidos a un sistema y un lenguaje de valoración universal: el dinero, ya sea bajo la forma de una retribución monetaria que no deriva exclusivamente de la propiedad de la tierra o, cuando ésta existe, se garantiza mediante un pago de derechos. Sin embargo, la supuesta uniformidad y compatibilidad de este proceso oculta las asimetrías de poder y el horizonte de coerción que operan antes, durante y después de la transacción (Garibay, 2019).
Para San Agustín Tetlama la apropiación y valoración de la tierra, el agua y en su relación con el entorno, es un proceso en el que no hay tensión o contradicción entre la compensación y la preservación debido, en buena medida, a que la subsistencia material de una parte importante de la comunidad es factible, precisamente, por la renta que reciben. En este sentido, un relato contemporáneo que asocia el cerro de El Jumil con el oro es una expresión del ethos comunitario que, si bien desalienta o reprueba la extracción aurífera, es subalterna en el marco del conflicto (Garibay, 2008).[11]
Para las otras comunidades afectadas por el proyecto y las concesiones mineras: Miacatlán, Cuentepec, Coatetelco y Alpuyeca, la asignación de valor potenciada por el conflicto se caracteriza por un lenguaje de patrimonio en el que la tierra, el agua y los cerros son un bien familiar y uno común del pueblo. La desaprobación hacia el proyecto está arraigada en la propiedad social de la tierra, concebida como un bien que materializa el trabajo de quienes les precedieron: tierra y trabajo están mutuamente implicados en este lenguaje de patrimonio.
El lenguaje de patrimonio centrado en la herencia familiar y en la idea de que los cerros son del pueblo, así como en la incertidumbre de las futuras generaciones, es un lenguaje que no está disociado de una valoración económica; de hecho, éste último puede utilizarse para robustecer el carácter inalienable con el que se trata a los bienes naturales. La reducción de un bien patrimonial, como la tierra, al valor-precio está condicionada, precisamente, por la valoración-trabajo necesario para la reproducción de la vida en la que media una vigilancia explícita por el largo plazo que disputa la cualidad finita de la compraventa y del consumo material. En este sentido, la referencia a las futuras generaciones se activa ante la inminente reducción del territorio ejidal o comunal; sin éste, la reproducción material y cultural de los miembros de menor edad se vuelve incierta.
allí en mi parcela, la cerca que está alrededor se fue construyendo con las piedras que sacaron de la misma parcela para poder sembrar; y ahí están, las mismas piedras hablan. La parcela no tiene menos de 116 años en la familia, hoy me toca tenerla a mí, en la familia. Mi bisabuelo, mi abuelo y mi padre, ahí vivieron y ahí trabajaron y ahí están las pruebas, las cercas; las obras que hicieron, el corral de las vacas, un corral de vacas habla de la edad que tiene, no se ve que se construyeron hace dos años o cinco, sino hace 20 años; ahí se ven, piedras que ya se ven negras, pasaron muchísimos años. (Entrevista, 20 de mayo de 2016)
La asignación de valor y el discurso evaluativo sobre los bienes naturales se hace desde la integralidad, es decir, la disputa por los bienes comunes, sin estar desligada del tipo de propiedad. No es un mero proceso contencioso por el control, el uso o el aprovechamiento de esos bienes, sino una disputa por proyectos de vida potencialmente antagónicos. Para una comunidad campesina, la “venta” de la tierra representa una venta de los ríos y de los cerros, lo que socava la relación con el entorno, tal como había sido posible.
para nosotros el río está vendido porque ya no podemos pasar; si está la cerca por dónde, cómo vamos a bajar al río […] porque nosotros, los que nos dedicamos al campo, usamos las barrancas como caminos para salir al otro lado del cerro; y si ya está cercado, para nosotros está vendida la barranca […] Si las tierras productivas están abandonadas, no las trabajan porque no son campesinos, imagínate los cerros, ahí no van, no les interesan […] por eso, para nosotros, da lo mismo INAH que minera. (Entrevista, 7 de diciembre de 2017)
Las estrategias social y política de defensa desplegada por las comunidades radican en no perder la propiedad social de la tierra: “para qué necesita el INAH las tierras, si lo que quieren son los vestigios que los saquen, pero que no nos quiten la tierra” (entrevista, 7 de diciembre de 2017). Ambas formas de asignación de valor son potencialmente antagónicas cuando la significación que se sustenta en el interés público supedita y socava la significación de lo que es considerado el patrimonio familiar y los bienes comunes del pueblo.
Al mismo tiempo esta valoración patrimonial, sostenida en la estructura y en las prácticas burocráticas del INAH, coexiste con una asignación de valor comunitaria sobre los vestigios arqueológicos, valoración que ha sido recuperada para reivindicar la identidad étnica de Alpuyeca: “nosotros somos un pueblo prehispánico, que no tenemos la lengua náhuatl […] como Cuentepec o Xoxocotla, pero estamos luchando porque seamos reconocidos como pueblo indígena, tenemos nuestros vestigios, aunque ya murieron los que hablaban náhuatl, o se fueron” (entrevista, 16 de mayo de 2017).
Ante la inminente destrucción del cerro de El Jumil, los vestigios arqueológicos que no pueden reubicarse por tratarse de “bienes inmuebles” son reivindicados en la escala nacional y global, del Estado y de la corporación, en la medida en que están vinculados con la ZAX. La asignación de valor que redefinió a El Jumil como un lugar que conforma al espacio social, sostenida por los pocos habitantes de Tetlama opositores al proyecto, ha sido subyugada, precisamente, por la asignación de valor que instituyeron la corporación y las autoridades agrarias de esta comunidad: “ahorita, con todo esto de la minera, hasta bonito veo el cerro, antes no” (entrevista, 7 de diciembre de 2017).
En este sentido, las formas de producción del espacio y la naturaleza (Smith, 2006) que son debilitadas y robustecidas por las tensiones y disputas en torno a los bienes naturales y al patrimonio arqueológico, están en función de la asignación de valor, es decir, de las que emergen y posibilitan la redefinición de las prácticas espaciales del lugar.
Para la corporación, el área concesionada es un territorio-recurso producido a escala global; su diseño y gestión son resueltos en esta escala y desde una representación del espacio, el espacio-objeto de la extracción, las cuales son distintas y están contrapuestas a las de las comunidades. La dominación que ahí se ejerce está orientada hacia la escala global de producción y circulación de “recursos naturales”, dispuestos para la reproducción del sistema capitalista.
Con esta representación del espacio, en el sentido planteado por Lefebvre (2013), la corporación interviene en la producción del espacio y de la naturaleza a escala local. Es decir, Esperanza Silver es un actor social externo que se vuelve parte del espacio social de las comunidades mediante el despliegue de un andamiaje de relaciones y vínculos que, si bien adquieren su especificidad de acuerdo con una espacio-temporalidad concreta, son moldeados desde lo global, en correspondencia con los principios, códigos y “buenas prácticas”, diseñados para instaurar y mantener el consentimiento social y, particularmente, para gestionar el disenso social.
Asuntos de la comunidad que van desde la reparación y el mantenimiento de la infraestructura para el abastecimiento del agua potable o para la movilidad y el tránsito local, hasta la participación en las fiestas patronales (como en el caso de Tetlama), son algunas de las prácticas mediante las cuales se concreta y legitima la producción del espacio social minero. Esto es válido aun cuando la corporación no esté presente ni forme parte de los lugares en donde el rechazo social es manifiesto; lo que allí se despliega es la coerción práctica o discursiva que, como horizonte posible, reconfigura la producción del espacio tal como había sido posible; en cualquier caso, la corporación es un actor más en la producción del espacio social, sea mediante la aceptación, el rechazo o la negociación.
Para las comunidades, el espacio social es redefinido por la estrategia de una fuerza social externa que, en sincronía con actores estatales de distinta escala (externos, pero no ajenos como la corporación), impone y controla en su producción de la naturaleza y del espacio.
Frente a este espacio representado, enmarcado por las tensiones y disputas de la conflictividad, unas veces en latencia y otras bajo una cualidad abierta y manifiesta, tienen lugar el rechazo, la aceptación y la negociación. Aun con las fronteras que les distinguen, comparten la escala local de la producción del espacio campesino y comunitario, rasgo que es destacado u ocultado dependiendo tanto del lugar que ocupen en el conflicto como de la configuración escalar de éste: alineados a la territorialidad ejercida por la corporación; o bien, anclados a una idea de comunidad que intenta restringir el carácter alienable de los bienes comunes, cuando ésta supone la negación de las condiciones que posibilitan la reproducción de la vida comunitaria-campesina.
El estatus hegemónico de cierta producción del espacio y de la naturaleza no es resultado exclusivo de la coerción y de la violencia. De la misma manera, plantear que frente a la producción del espacio hegemónico del régimen capitalista se producen y reproducen prácticas espaciales contrahegemónicas, no debe limitarse a destacar la capacidad y profundidad que tienen los actores sociales para dislocar la producción capitalista del espacio, como si uno u otro estuvieran libres de contradicciones y tensiones.
Antes bien, es preciso demostrar que la coproducción de ambas formas de producir el espacio social implica, teórica y prácticamente, que las valoraciones correctas y no correctas de la producción del espacio capitalista hegemónico contribuyen a la conformación de un proyecto político que disputa esa espacialidad hegemónica, no desde una relación de exterioridad sino como parte de ella.
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[1] Socióloga por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM) y maestra en Estudios Regionales por el Instituto de Investigaciones José María Luis Mora. Doctora en Geografía por el Centro de Investigaciones en Geografía Ambiental (CIGA) de la UNAM. Actualmente es académica del Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Occidente (ITESO) - Universidad Jesuita de Guadalajara.
Contacto: claudia.bucio@iteso.mx
ORCID: https://orcid.org/0000-0001-8849-1219
[2] Gabriela Merlinsky (2013) y Fernanda Paz (2014) también parten de la perspectiva que destaca al conflicto como un elemento constitutivo e ineludible de las relaciones sociales.
[3] Ferry señala que su análisis es próximo al de David Graeber pero, mientras que él se concentra en los modos y en las acciones, etnográficamente observables, y las entiende como productoras de valor, Ferry se enfoca en los modos mediante los cuales se debate cómo los objetos deberían (y terminan siendo) valorados; modos, o “serie material y discursiva de acciones”, que entran en tensión en una espacio temporalidad concreta (Graeber, 2001, referido en Ferry, 2011, p. 43). Estos procesos que utilizan los lenguajes del valor diferencialmente disponibles por un grupo o una colectividad es lo que constituye los procesos de asignación de valor.
[4] De acuerdo con Ferry, en México, el lenguaje de patrimonio tiene sus raíces en el proyecto del nacionalismo postrevolucionario, específicamente, en el artículo 27 de la Constitución de 1917. Allí, el patrimonio constituye una “redefinición de los derechos y relaciones de propiedad para alcanzar los objetivos de los revolucionarios, estableciendo el patrimonio nacional como una categoría jurídica legítima que incluye el subsuelo y las tierras comunales” (Ferry, 2002, p. 338).
[5] En buena medida, el planteamiento de David Harvey es resultado de la reflexión que hace de la obra de Nancy Munn, The fame of Gawa, publicada en 1986; trabajo que también es referido por Elizabeth Ferry (2011).
[6] La caracterización del conflicto y los resultados presentados en este artículo provienen del proyecto de investigación para obtención de grado: Bucio, C. (2022). La dimensión espacial de la conflictividad socioambiental por minería de gran escala: disputa y valoración de los bienes comunes en el centro-occidente de Morelos, (tesis doctoral). Universidad Nacional Autónoma de México. La discusión sobre la justicia socioambiental y la configuración escalar: herramientas conceptuales para comprender la conflictividad socioambiental, también fue publicada en Bucio, C. (2021). La (in)justicia ambiental: claves desde la escala y configuración escalar, Historia Ambiental Latinoamericana y Caribeña (HALAC) Revista De La Solcha, 11(3), 118–148. https://doi.org/10.32991/2237-2717.2021v11i3.p118-148
[7] En México, muchos conflictos socioambientales por la minería surgen antes de que se inicie la fase de explotación. Esto implica que la oposición social surge en respuesta a la concesión minera que ha sido otorgada por el Ejecutivo Federal a través de la Secretaría de Economía. Antes de la reforma a la Ley Minera aprobada por el Congreso de la Unión en mayo de 2023, los títulos de concesión eran válidos por 50 años, prorrogables por otros 50. El Estado mexicano es el propietario directo de todos los yacimientos minerales, de acuerdo con el artículo 27 de la Constitución de 1917.
[8] Esperanza Silver de México no consideró la disponibilidad real y actual de agua subterránea, sino que utilizó la calculada hasta 2009. Además, la corporación determinó erróneamente el riesgo planteado por el patio de lixiviación al no establecer un vínculo correcto entre la NOM-155-Semarnat-2007 y el tipo de clima del área del proyecto.
[9] Secretaría de Gobernación, Decreto por el que se declara zona de monumentos arqueológicos el área conocida como Xochicalco, ubicada en los municipios de Temixco y Miacatlán, Mor., Diario Oficial de la Federación, Tomo CDLXXXIV, n.14, 18 de febrero. México: Secretaría de Gobernación, 1994.
[10] La estrategia teórico-metodológica utilizada para la investigación está conformada por tres grandes niveles, entretejidos, de profundización: en un primero, relativo a la reconstrucción del conflicto, se utilizó el método narrativo propuesto por Andrew Abbott (2001) para identificar el episodio y los eventos (Merlinsky, 2013) del periodo del conflicto analizado, para trascender la exposición cronológica y organizar el conjunto de evento y episodios en una trama explicativa que permite articular la especificidad del caso bajo estudio con las preguntas teóricas de mayor alcance; segundo, con base en la reconstrucción del conflicto fueron identificados actores y coaliciones, así como las prácticas y discursos que emergieron en y por el conflicto, para delimitar analíticamente los ejes de tensión del mismo en la espacio temporalidad concreta estudiada e identificar sus fases de latencia, auge y re-escalamiento; en un tercer nivel, se hizo un análisis interpretativo de las tensiones prácticas y discursivas, considerando al conflicto como el gran campo discursivo dentro del cual se delimitaron los procesos de asignación de valor según la escala y las relaciones de poder.
Las técnicas de investigación y las fuentes documentales que nutrieron la estrategia anterior fueron: 1) Trabajo etnográfico y observación de campo, el cual consistió en la realización de 30 entrevistas semiestructuradas a actores clave: autoridades agrarias, ayudantes de las autoridades municipales, habitantes de las comunidades, e integrantes del movimiento opositor (a petición de las personas, su identidad no es revelada). Con una de las comunidades, Tetlama, fue registrada cierta censura para hablar del tema de la mina, por lo que ahí se privilegió la observación de campo. 2) Búsqueda, compilación, revisión y cotejo de las siguientes fuentes: 350 notas periodísticas de circulación local y nacional; declaraciones o comunicados; material fotográfico, archivos de video de acceso abierto y disponibles en internet; y documentos oficiales. 3) Para la organización y uso del material hemerográfico y documental se empleó el análisis de contenido. Las entrevistas y referencias a la observación en campo, incluidas en este artículo para ilustrar la discusión teórica, son un fragmento de la tesis antes referida.
[11] Cuento oral que relata el encuentro de dos jóvenes con un hombre (el Diablo) que les ofrece mucho dinero (una bolsa con monedas de oro) para que puedan seguir tomando cervezas; el narrador refiere que las monedas fueron depositadas por el Diablo en el Cerro del Jumil. Con base en trabajo etnográfico y lingüístico, el relato fue recuperado por Figueroa y Baronett (2015) a partir de la narración (en español) de un habitante de Tetlama, traducida al náhuatl por un etnolingüista originario de Cuentepec.