El concepto ellacuriano de “mal común”: orígenes, usos y vigencia para pensar la realidad y encargarnos de ella
Resumen: En medio de la guerra civil de El Salvador , Ignacio Ellacuría, filósofo y teólogo jesuita vinculado con las corrientes de pensamiento latinoamericano de la liberación, propuso el concepto de “mal común” para dar cuenta de los efectos que un determinado ordenamiento mundial estaba teniendo, y lo hizo contraponiéndolo al de bien común, del que afirmó que se trata de un ideal que, como tal, ayuda a orientar el comportamiento humano, pero que lo que se da en la realidad se parece más bien a un “mal común”, en el que identificó unas características precisas. El objetivo del artículo es mostrar la pertinencia de este concepto ellacuriano para pensar cómo está estructurada la realidad histórica en el presente y para intentar, desde ahí, hacernos cargo, cargar y encargarnos de esta realidad. El texto es un intento por mostrar la vigencia de la propuesta intelectual ellacuriana a partir de una de sus categorías más radicales y menos estudiadas.
Palabras clave: Ignacio Ellacuría, mal común, negatividad histórica, capitalismo, injusticia estructural.
Introducción
El objetivo del artículo es mostrar la pertinencia del concepto de “mal común” para dar cuenta del actual ordenamiento sociohistórico para, entonces, pensar cómo podemos hacernos cargo de la realidad de la que formamos parte, misma que nos con-forma y a la que, en cierto sentido, contribuimos a con-formar con nuestra participación en ella. Se trata de un ordenamiento sociohistórico que por mucho tiempo ha condenado –y lo sigue haciendo– a millones de seres humanos a hacer su vida en condiciones de mera sobrevivencia, cuando no los mata violentamente. Para aproximar el cumplimiento de este objetivo, el artículo está dividido en cuatro apartados. Con el fin de tratar de entender por qué a Ellacuría se le ocurrió hablar de un “mal común”, la primera parte presenta una semblanza del autor, así como algunos rasgos muy generales del contexto histórico en el que vivió, pues fue esto, en parte, lo que identificó con el “mal común”. A partir de lo anterior, en un segundo momento, busco profundizar en el concepto de “mal común” tal como fue planteado, señalando sus características, las formas en las que aparece en la obra ellacuriana y los usos que el propio autor hizo de él. En la tercera parte, lo que se presenta son algunas de las razones por las que considero que este concepto sigue dando cuenta del presente que vivimos; para esto, parto de la crítica ellacuriana a la civilización del capital, y afirmo que el de “mal común” es un concepto de connotación ética, por lo que no sólo permite el estudio de la realidad, sino que supone, a la vez, la búsqueda de alternativas para intentar hacernos cargo, cargar y encargarnos de ella. Hacia el final del texto se plantean algunas conclusiones.
Ignacio Ellacuría y su contexto
Antes de ahondar en lo que es el “mal común”, presento una breve semblanza de Ignacio Ellacuría y señalo algunos rasgos del contexto en el que vivió, no con la intención de profundizar ni en lo uno ni en lo otro, sino para que sirvan de contexto y así ubicar su propuesta y las razones por las que habló de un “mal común”. Lo anterior porque, como en el caso de cualquier pensador(x), el momento y el contexto en el que viven influye de alguna manera en el desarrollo de su propuesta intelectual, y en el caso de Ellacuría se puede decir que esta influencia, como ha resaltado Sols (2016, p. 2), se dio al punto de que se volvió el eje sobre el que hizo girar su proyecto intelectual, pues estaba convencido de que, para transformarlo, había que conocerlo de manera profunda.
Hablar de Ignacio Ellacuría, como recuerda Falla (1999, p. 27), es hablar de un vasco y de un salvadoreño, de un filósofo y de un teólogo, de un universitario, de un político y de un humanista; de un sacerdote y, evidentemente, de un hombre. Samour (2018[CE3] , p. 35) –que fue colaborador cercano de Ellacuría– recordaba de él que fue un sacerdote jesuita que llegó a El Salvador en 1949 y que permaneció allí hasta que lo mataron, en 1989; que tuvo la posibilidad de volver a España o de trabajar en las mejores universidades del mundo, pero que optó por quedarse en El Salvador,
impactado por la injusticia estructural, la extrema pobreza y la exclusión social de la mayoría de la población, así como por la represión de los gobiernos militares de la época, baluartes últimos en la defensa de los intereses económicos de los grupos oligárquicos que se habían enriquecido a partir del cultivo y la exportación del café, desde finales del siglo xix. (Samour, 2018, p. 35)
Estas primeras ideas ofrecen luces sobre algunas de “las razones de Ellacuría”, pues van apuntando, desde ya, que vivió en un contexto de violencia e injusticia estructural que definitivamente influyó y dio forma a su proyecto intelectual. Antes de ir a cuestiones más concretas, retomo de Sols (1999) una síntesis que da cuenta no sólo de las diferentes facetas de Ellacuría, sino también de los extremos que convivían en él, porque creo que ayuda a hacerse una idea de la persona que fue. Afirma Sols que
Ellacuría vivió la transición de la Iglesia preconciliar a la Iglesia posconciliar, de la Compañía de Jesús chapada a la antigua a la Compañía implicada en los cambios políticos más revolucionarios; tenía una cultura clásica […] y también conocía los modernos análisis de sociedad, que él aplicó críticamente a su país de adopción, El Salvador; era profundamente europeo y entendió como pocos la realidad centroamericana; primermundista y abogó sin descanso por los derechos del Tercer Mundo; pertenecía a la elite intelectual universitaria y entregó su vida por los derechos de las mayorías populares que nunca pusieron los pies en una universidad; poco dado a manifestar los sentimientos y mostró una enorme sensibilidad por el sufrimiento humano; de formación filosófica especulativa y fue un administrador universitario y un negociador político ejemplar; siempre vivió en Occidente, pero conocía a fondo el marxismo y sus secuelas en la Europa del Este; trabajador incansable, y agotador para los demás, con un horario de locura, y, desde El Salvador, seguía sin excepción todos los resultados de su equipo de fútbol, el Athletic de Bilbao. (1999, p. 20)
Ellacuría nació cerca de Bilbao, en 1930. En 1947 entró al noviciado de la Compañía de Jesús y al año siguiente se ofreció como voluntario para ir a El Salvador, a la fundación del noviciado centroamericano. Como jesuita, conocía profunda y personalmente la espiritualidad ignaciana, misma que buscó poner al servicio de la Iglesia y de la realidad latinoamericana, y esto no se puede pasar por alto, porque su pensamiento y sus opciones vitales estuvieron claramente influenciados por esta espiritualidad. Ellacuría estudió humanidades y filosofía en Quito; luego estudió teología en Innsbruck, en donde conoció a Karl Rahner, de quien aprendió que la teología no es ajena a la vida del ser humano y, por lo tanto, no es ajena a la historia. Posteriormente, hacia principios de la década de 1960, empezó su doctorado en filosofía en Madrid junto a Xavier Zubiri, cuya propuesta filosófica es central para el desarrollo de su propia propuesta filosófica y teológica, y hacia finales de esa misma década regresó a El Salvador, en donde, a varios años de distancia, conoció a Monseñor Óscar Romero, quien en definitiva influyó de manera decisiva, si no en su proyecto intelectual, sí en sus opciones vitales. A estos personajes y escuelas de formación y pensamiento que que marcaron a Ellacuría, hay que sumar también el marxismo, que si bien lo conocía en profundidad, no fue determinante para su propuesta en sí, más bien lo utilizó como herramienta de análisis y crítica. A su vez, hay que sumar, como ya dije antes, el propio contexto salvadoreño y centroamericano, que fueron el punto de partida de sus análisis de la realidad histórica y aquello hacia donde volcó todos sus intereses y esfuerzos. Como dije también, aquí no voy a presentar detalles específicos del contexto salvadoreño al que llegó Ellacuría, más bien lo que quiero es mostrar algunos rasgos generales del escenario en torno al que pensó y al que buscó hacer frente a partir de su proyecto intelectual y su compromiso vital.
Del contexto salvadoreño hay que señalar –siguiendo a González (1999), Jiménez (1998), Sols (1999), entre otros– una conflictividad sociopolítica directamente vinculada con unas condiciones socioeconómicas desiguales, sostenidas por intereses de la oligarquía terrateniente y sus aliados políticos, así como por el tipo de relaciones económicas, políticas e ideológicas entre los distintos sectores del sistema (Jiménez, 1998, p. 55, citado en Sols, 1999). De igual modo, hay que mencionar la violencia represiva con la que el estamento militar y los grupos de poder económico respondieron a las movilizaciones de grupos radicales y campesinos (González, 1999, p. 44), lo que resultó en una cantidad significativa de masacres de población civil. Otro factor para mencionar serían los continuos fraudes electorales a lo largo de la historia del país, así como la marcha atrás de la reforma agraria, a lo que Ellacuría respondió con su famosa editorial “A sus órdenes, mi capital”, que fue lo que le dio a conocer en el escenario político nacional (Sols, 1999, pp. 57-58). Se pueden mencionar también el fracaso del golpe de Estado de 1979, la injusticia estructural y el rol de Estados Unidos, que temió que El Salvador fuera una nueva Cuba, por lo que apoyó económica y militarmente a la oligarquía (Sols, 1999, p. 60), mientras mantuvo su influencia cultural/imperial en la población empobrecida. Por último, el contexto de guerra civil fue también determinante para el trabajo de Ellacuría, pues se dedicó a buscar la paz los últimos años de su vida, la cual se logró tal como él había insistido: por medio del diálogo entre las partes, aunque lo que no se ha logrado, incluso hasta la fecha, es la justicia social, que Ellacuría afirmaba que era absolutamente necesaria para que la paz fuera tal.
A grandes rasgos, ese fue el contexto local al que trató de responder Ellacuría; sin embargo, sabía que el mundo estaba cada vez más interconectado, por lo que su proyecto y su crítica no se quedaron nada más en el contexto centroamericano, sino que denunció con fuerza un ordenamiento mundial que mantenía empobrecidas a enormes cantidades de personas en distintas partes del planeta. Su crítica y su trabajo los hizo siempre desde la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA), a la que dedicó muchos años de su vida, y de la que fue rector los últimos diez años que vivió. En ningún caso consideraría desatinado afirmar que es imposible entender a Ellacuría sin la UCA o a la UCA sin Ellacuría, pues no sólo fue la plataforma desde la que estudió y criticó la realidad, sino que puso también todos los esfuerzos universitarios al servicio del pueblo y de la realidad nacional. Además de ser el lugar en el que vivió y trabajó, fue el lugar en el que lo mataron, junto con cinco jesuitas más y dos mujeres que trabajaban con ellos.
Para finalizar este primer apartado, considero necesario apuntar que Ellacuría fue un hombre situado históricamente desde una posición de privilegio y poder –no se puede obviar que fue un hombre europeo, educado, jesuita y rector de una universidad–, y que lejos de abandonar esa posición, la aprovechó para tratar de influir en la transformación de las estructuras injustas en El Salvador; que pudo irse a trabajar a cualquier otra parte del mundo, pero optó por quedarse para facilitar los procesos de diálogo que supusieran la paz para el país. De la vida y muerte de Ellacuría se puede decir que no son sino las de quien hizo una opción radical a partir de unas determinadas condiciones históricas a las que buscó responder vitalmente, así como que su vida y muerte dan cuenta de una coherencia y de una opción ética clara en la que lo que estuvo en juego no fue sólo un proyecto intelectual, sino también dicha posición de poder e incluso la vida misma, que fueron puestos al servicio de la causa popular; por último, que lo que buscó fue enfrentarse con los poderes de muerte, propios del orden histórico que identificó con el “mal común”.
1. El concepto ellacuriano de “mal común”
Si el apartado anterior ha sido, quizá, más largo de lo que se pensaría necesario, es porque considero fundamental conocer algo sobre Ellacuría y el medio en el que vivió para luego aproximarnos a sus categorías, conceptos y propuesta en general; de lo contrario, pueden llegar a parecer exagerados, parciales –que sí lo son– o meramente utópicos y, por lo tanto, imposibles, pero, si se conoce algo del contexto de muerte en el que vivió, pensó y lo mataron, entonces se pueden tratar de entender de mejor manera sus opciones y su propuesta intelectual. A partir de lo anterior, para este segundo momento, en el que lo que busco es presentar el concepto de “mal común”, lo que quiero hacer es presentarlo tal como lo planteó su autor, es decir, quiero presentar el “mal común” a partir de las características que Ellacuría le asignó, pues serán estas las que ayuden a dar una definición más o menos precisa de aquellas condiciones que el propio Ellacuría identificó con este “mal común”. Sin embargo, como se va a ver, Ellacuría abordó el problema de lo que entiende por “mal común” de diferentes maneras, por lo que no es particularmente sencillo dar con dicha definición; además, si bien en algunos textos habla como tal de “mal común”, en otros, en los de corte más bien teológico, se refiere a la misma situación como pecado histórico o pecado estructural, y en otros más podríamos ver que aquello de lo que habla cabe perfectamente en lo que denominó la civilización del capital.
No se puede hablar de la propuesta filosófica ellacuriana –y el “mal común” es un concepto propiamente filosófico– sin recordar que el objeto de la filosofía, para Ellacuría, es la realidad histórica. La pregunta filosófica ellacuriana se va a dirigir a lo que le pasa a la realidad cuando entra en contacto con el ser humano, y sin profundizar ahora en lo que Ellacuría, siguiendo a Zubiri, plantea en torno a la realidad histórica, hay que decir que en esta última aparece la praxis humana, y si la historia, para estos pensadores, es el ámbito en el que la realidad da más de sí y se revela, el “mal común”, como se va a ir viendo, va incluso más allá de ser un mal meramente histórico, y sería, como mostró Samour (2013[CE4] , p. 11), un mal de orden metafísico, pues bloquea la realización y revelación de la realidad misma, bloqueando incluso lo que el ser humano pueda llegar a ser.
Un factor que considero importante mencionar cuando se trata del concepto de “mal común” es que, como tal, aparece muy pocas veces en la obra ellacuriana y, sin embargo, se puede decir, como lo han hecho Fornet-Betancourt (2012) y Samour (2013), que es central en la propuesta intelectual de su autor, pues da cuenta de aquello que, en última instancia, busca enfrentar, que no es sino la negatividad de la realidad histórica, y que sería una negatividad que impide o bloquea el dinamismo de humanización y personalización de los seres humanos, es decir, es una negatividad que obstaculiza, entre otras cosas, el que los seres humanos lleguen a vivir humanamente, y si bien hablar de vivir “humanamente” hoy puede ser problemático, a lo que Ellacuría se refiere es a que la vida se pueda hacer en condiciones que permitan, al menos, vivir satisfactoriamente.
Otro punto que es importante señalar antes de profundizar en lo que es el “mal común”, es que este concepto es planteado en contraposición al de bien común, y esto es fundamental, porque el “mal común” es un mal histórico, real, y del bien común dice Ellacuría (2001, pp. 447-448) que es un ideal necesario para orientar lo que considera como un comportamiento realmente humano, pero lo que se da en la realidad es un “mal común”. La contraposición entre “mal común” y bien común, como mostró Samour (2013), deja ver, por un lado, el alcance crítico-utópico del concepto propuesto y, por el otro, la tensión entre ideal y realidad que se presenta como una contradicción que no muestra sólo el contraste entre lo ideal y lo real en el sentido de que lo ideal fuera el deber-ser al que habría que aproximar la realidad,
sino que manifiesta dicho contraste con la peculiaridad de presentar la realidad que hay, “el mal común”, como la dimensión cuya negatividad hace necesaria la actualización del bien común como realidad operativa históricamente, y, por cierto, con las mismas “cualidades” o propiedades que han hecho y hacen del mal un “mal común”. (Samour, 2013, p. 10)
El concepto de “mal común”, como contraposición al de bien común, pone de manifiesto la necesidad de hacer operativo este último, es decir, de encontrar maneras históricas, reales, que hagan que la realidad sea efectivamente un bien común y para que sea tal, deberá tener las mismas características, con signo contrario, que las que Ellacuría le asigna al “mal común”. Es, por lo tanto y a mi entender, un concepto profundamente ético, en el sentido de que no se queda nada más en una mera descripción de la realidad, sino que busca ser principio de acción para reorientar la historia.
Como tal, Ellacuría (2001) afirma que “hablamos de un mal común, por lo pronto, cuando se trata de un mal reconocido que afecta a la mayor parte de las personas” (p. 448). A partir de esta idea, presenta tres características que tendría el “mal común”. La primera tiene que ver con que es un mal que afecta a un gran número de personas o incluso a la mayoría de las personas; sin embargo, dice que por afectar a muchxs no se trata de un “mal común”. La segunda característica tiene relación con que, si bien para ser común sí tiene que ser un mal que afecte a muchxs o a la mayoría, se requiere que esxs muchxs se vean afectadxs debido a la comunicabilidad del mal, lo que quiere decir que el mal es común porque aquello que se entiende como mal tiene la capacidad de afectar porque se comunica o se propaga. En función de esto se llega a la tercera característica, en la que aparece el carácter estructural y dinámico de eso que sería propiamente el “mal común”: “mal común será aquel mal estructural y dinámico que, por su propio dinamismo estructural, tiene la capacidad de hacer malos a la mayor parte de los que constituyen una unidad social” (Ellacuría, 2001, p. 448).
A mi entender, lo más interesante del concepto de “mal común” está en estas tres características, porque, como queda establecido en la tercera de ellas, el “mal común” es una realidad estructural que tiene la capacidad de hacer malxs a quienes viven en ella, es decir, es una realidad desde la que se configura la vida del ser humano y que se apodera de ella, por lo que se puede afirmar, como lo ha hecho Fornet-Betancourt (2012), que el “mal común” supone un daño a nivel antropológico, pues tiene la capacidad de dañar al ser humano en su proceso de subjetivación al ser “afectado en su misma estructuración y disposición antropológica, afectado por el mal estado de cosas que […] no sólo lo hace estar mal, sino que lo lleva a la práctica de la malicia” (p. 94). El “mal común” imposibilita incluso el que nos demos cuenta de que, tal vez, con nuestro actuar reproducimos el mal estado de cosas que hace que las mayorías –y nosotrxs mismxs– no puedan hacer su vida plenamente, es decir, con nuestro actuar pudiéramos estar reproduciendo, sin quererlo y sin darnos cuenta, un ordenamiento de cosas que impide la humanización y personalización del ser humano.
Con estas características de fondo, se puede volver a pensar en la negatividad histórica ya mencionada, y que para Ellacuría tiene que ver con una estructuración de la realidad histórica tal que no permite que todos los seres humanos lleguen a ser plenamente humanos ni plenamente personas, y de forma particular aquellxs que forman parte de los colectivos sociales oprimidos o excluidos en el actual orden global. De manera textual, afirma Ellacuría que, el “mal común” real es
el mal que afecta a las mayorías, sobre todo cuando este mal cobra las características de injusticia estructural –estructuras injustas que apenas posibilitan una vida humana y que, al contrario, deshumanizan a la mayor parte de quienes viven sometidos a ellas– y de injusticia institucionalizada –institucionalización en las leyes, costumbres, ideologías, etc. (2001, p. 449)
El “mal común” tiene que ver con una estructuración social que es injusta, pero que es en la que nacemos, en la que aprendemos a hacer la vida y que, de una u otra manera, terminamos reproduciendo; es una estructura que no permite, ni a privilegiadxs ni a oprimidxs, vivir plena y humanamente, pues es una estructura que al imposibilitar una vida auténticamente humana y plena para todxs, deshumaniza, eso sí, a unxs más que a otrxs. A su vez, el “mal común” tiene que ver también con la institucionalización de la injusticia, y eso lo podemos ver en cosas tan cotidianas como las costumbres o las ideologías, por eso es por lo que, si se lleva un tanto al extremo la propuesta ellacuriana, podemos ver cómo vamos siendo parte de esta estructura que nos deshumaniza mientras la reproducimos. A esto vuelvo en la última parte del texto, cuando trate de la vigencia y pertinencia del concepto para pensar el contexto histórico actual.
Por ahora, retomo la negatividad de la realidad histórica, que es lo que Ellacuría denomina “mal común” y que es, como se ha venido insistiendo, un mal formalmente histórico y no un mal radicado en la biografía o en la condición natural del ser humano, es decir, no es que los seres humanos seamos malos de por sí, sino que la realidad está configurada desde dinámicas de mal, y como nos vamos realizando a nosotrxs mismxs en esa realidad, nos configuramos también desde y dentro de esas dinámicas. Esto queda más claro si se considera lo que afirma Ellacuría (1991) en torno al pecado histórico:
Lo importante en este punto no es la noción de pecado, sino lo que ese pecado tiene de histórico por ir adquiriendo formas concretas históricas, que afectan al cuerpo social como un todo, y lo que tiene de poder. Un poder que ya no es meramente posibilitante, sino algo que se apodera de mi propia vida, en cuanto perteneciente a un determinado momento histórico: hay una maldad histórica –como hay sin duda una bondad histórica […]– que está ahí como algo objetivo y es capaz de configurar la vida de cada uno […]. El pecado histórico, además de ser estructural, alude al carácter formalmente histórico de ese pecado: es un sistema de posibilidades a través del cual vehicula el poder real de la historia. (pp. 467-468)
El “mal común” es entonces un mal histórico radicado en un determinado sistema de posibilidades desde el que la vida de lxs individuxs y grupos humanos queda configurada maléficamente. El sistema de posibilidades tiene que ver con el sistema de creencias, las ideologías, las instituciones sociales y políticas, las formas de producción y de consumo, etc.; a grandes rasgos es en y desde donde hacemos la vida, y que, como señala Samour (2013, p. 8), condiciona el carácter real de las acciones humanas.
Por otro lado, como también mostró Samour (2013), la concepción de “mal común” permite entender la crítica ellacuriana al actual orden mundial, estructurado a partir de dinámicas propias de la que denominó la civilización del capital, o de la riqueza, y a las formas de vida occidentales (p. 12); es ahí en donde Ellacuría encuentra la realidad histórica del mal, por eso es que considero necesario retomar su crítica a dicha civilización del capital y a la vida que trae consigo para poder pensar la vigencia y la pertinencia del concepto, no sólo para analizar las dinámicas propias de esta civilización, sino para intentar hacernos cargo de la realidad a partir de cómo queda conformada por medio de aquellas. Es precisamente en este sentido en el que he pensado el concepto de “mal común” como uno de carácter ético, pues más allá de explicar la negatividad histórica, posibilita encontrar ahí mismo, en la realidad de la historia, las posibilidades para que ésta sea de otra manera.
2. Vigencia del concepto de “mal común” para dar cuenta de nuestra realidad y hacernos cargo, cargar y encargarnos de ella
Como lo dije antes, el concepto de “mal común” se mantiene vigente para dar cuenta del presente que vivimos, sobre todo si consideramos que, en lo fundamental, el ordenamiento mundial no ha cambiado mucho desde el tiempo en el que fue propuesto, pero además, porque es posible identificar otros males históricos que suman a la configuración de este ordenamiento sociohistórico, entre ellos, el heteropatriarcado y la colonialidad, que aunque no son males propios o específicos del presente que vivimos, sí siguen configurando la historia, sumándose y potenciándose entre sistemas de opresión, e imposibilitando que la realidad histórica y humana den todo lo que pueden dar de sí.
Este último apartado lo dedico a mostrar la vigencia y la pertinencia del concepto de “mal común” para pensar nuestra realidad e intentar hacernos cargo de ella, y lo trato de hacer desde un par de posibles puntos de partida. Por un lado, retomando la crítica ellacuriana a la civilización del capital y, por el otro, ampliando esa crítica a partir de pensar la realidad como un entramado de sistemas de opresión en el que unos a otros de estos sistemas se soportan y se potencian. Ampliar esta crítica supone retomar las críticas que se le han hecho no sólo a la propuesta ellacuriana, sino a los movimientos latinoamericanos de liberación del siglo pasado, sobre todo en lo referente a lo que supuso hablar únicamente de “los pobres”, invisibilizando con ello situaciones particulares y específicas de otros colectivos. Entonces, podemos pensar en situaciones mucho más concretas relacionadas con grupos históricamente oprimidos; por ejemplo, las mujeres, las comunidades indígenas y afrodescendientes, el colectivo lgbtqia+, o incluso formas de vida no humanas, etc. Hacia el final de este apartado, retomo la idea de que el concepto de “mal común” tiene una connotación ética e insistiré en que es punto de partida para pensar la realidad, criticarla y hacernos cargo de ella.
Lo primero es señalar, como han hecho otrxs autorxs, que el ordenamiento mundial, si bien está estructurado a partir de los dinamismos del capital, también está atravesado por las dinámicas de otros sistemas de opresión, como pueden ser el heteropatriarcado o la colonialidad. Sousa y Meneses (2020) han afirmado que estos serían los tres sistemas de opresión que dan forma a nuestro presente (p. 5); son sistemas que obstaculizan los procesos de humanización y personalización, y además deshumanizan y van dejando sin opciones de vida satisfecha o vida vivible a muchísimas personas. Aquí voy a traer la crítica ellacuriana al capital, pero pensando en todo momento que junto con él van implicados estos otros sistemas de opresión, como han hecho ver autoras como Federici (2010) o Valencia (2010),[2] entre otrxs.
Ellacuría (2000a) criticó al capitalismo no sólo como un orden económico-político, sino como un orden histórico (p. 357), desde el que se ha estructurado y dinamizado la historia trayendo consigo un modelo de ser humano y una oferta de humanización y libertad que no es universalizable, y que tampoco es deseable que lo sea (2000b, p. 249). El propio autor afirma que esta oferta de humanización y de libertad no es humana ni siquiera para quienes la ofrecen, es decir, no humaniza a nadie, y, al contrario, supone una paulatina deshumanización y una negación de posibilidades para hacer la vida de otras maneras. Esto último puede verse en situaciones tan concretas como aquellas en las que la ciencia occidental, por ejemplo, invalida otras formas de generar conocimiento, lo que ha tenido efectos sobre la vida, la organización y la tradición de muchísimos pueblos.
La crítica a la oferta de humanización y de libertad propia de Occidente se puede ver, por ejemplo, en lo relacionado con el comportamiento predatorio de la naturaleza, en torno al que Ellacuría (2000b) afirma que
En nuestro mundo, el ideal práctico de la civilización occidental no es universalizable, ni siquiera materialmente, por cuanto no hay recursos materiales en la tierra para que todos los países alcanzacen el mismo nivel de producción y de consumo, usufructuado hoy por los países llamados ricos, cuya población no alcanza el veinticinco por ciento de la humanidad. (p. 249)
Ellacuría escribía esto en 1989, cuando el daño ambiental ya era considerado un problema, pero ni de cerca con la magnitud y el carácter de emergencia que vivimos hoy. Éste es uno de los ejemplos que considero más prácticos para mostrar la vigencia del concepto de “mal común”, pues aun cuando sabemos que vivimos un momento realmente crítico para las posibilidades de vida en el planeta, de todas maneras el estilo de vida occidental se mantiene, y las acciones para al menos intentar frenar el daño que estamos haciendo, ya sea a nivel individual o social, o en el ámbito económico y político, no parecen ser ni remotamente suficientes, es decir, vivimos negando la realidad, lo que nos deshumaniza, no sólo porque no optamos por lo que sea mejor para la vida, sino porque nos cerramos a reconocer la realidad como tal, algo que sería propio de la vida humana.
Más allá de esto, Ellacuría (2000b) dirá que el sistema en el que vivimos es intrínsecamente malo (pp. 246 y 247), y no hay que olvidar que en él nacemos, aprendemos a hacer la vida y lo terminamos, de una u otra manera, reproduciendo. Es intrínsecamente malo, entre otras cosas, porque supone una distribución injusta de los recursos económicos, empobrece a grandes sectores de la humanidad, ha producido –y lo sigue haciendo– la pérdida de identidad de los pueblos, ha reforzado la dependencia y porque, como ya se vio, arrastra una profunda deshumanización (p. 247). A esto hay que sumar lo dicho sobre la voracidad predatoria dirigida hacia la naturaleza, y como desde este sistema se ha identificado, según ha señalado Marcos (2019, p. 123), a la naturaleza con ciertxs sujetxs, en particular, pero no de forma exclusiva, las mujeres, también las explota despiadadamente y hace de una y otras objetos apropiables para el beneficio exclusivo de aquel que es considerado “hombre”, y que sabemos bien que tiene unas características muy particulares.
El estilo de vida que se propone desde la civilización del capital se mantiene hasta nuestros días, y de éste Ellacuría afirma (2000b) que no humaniza ni plenifica, pues
está movido por el miedo y la inseguridad, por la vaciedad interior, por la necesidad de dominar para no ser dominado, por la urgencia de exhibir lo que se tiene al no poder comunicar lo que se es. Todo ello supone un grado mínimo de libertad y apoya esa mínima libertad más en la exterioridad que en la interioridad. Implica, asimismo, un máximo grado de insolidaridad con la mayor parte de los seres humanos y de los pueblos del mundo, especialmente con los más necesitados. (p. 250)
Se trata de un estilo de vida que supone, como sostuvo Ellacuría (2000b), “un arrastre casi irresistible hacia una profunda deshumanización” (p. 247), vinculado directamente con los dinamismos del sistema en el que vivimos. Éste está marcado por
modos abusivos y, o superficiales y alienantes de buscar la propia seguridad y felicidad por la vía de la acumulación privada, del consumismo y del entretenimiento; sometimiento a las leyes del mercado consumista, promovido propagandísticamente en todo tipo de actividades […]; insolidaridad manifiesta del individuo, de la familia, del Estado, en contra de otros individuos, familias o Estados. (p. 247)
Si volvemos a traer la situación del daño ambiental y del cambio climático, podemos ver que efectivamente el momento histórico que vivimos cabe bien en la descripción ellacuriana del “mal común”, pues junto con el carácter de emergencia, por lo que supone de riesgo para la vida, también hay condiciones de una violencia casi generalizada relacionadas con la búsqueda de seguir explotando a la naturaleza: se puede pensar en las comunidades que son forzadas a dejar los territorios en los que han habitado históricamente, lo que muestra que en un ordenamiento sociohistórico como este, lxs excluidxs se van volviendo un estorbo para lxs privilegiadxs, que para mantener sus niveles y estilos de vida necesitan que lxs primerxs consuman lo mínimo indispensable, que se hagan a un lado en los territorios de explotación o que, directamente, no existan. Éste es solo un ejemplo más o menos aislado, pero que deja ver con claridad lo dicho antes sobre cómo el “mal común” va tomando formas históricas concretas que son propias de un sistema de posibilidades. En otra ocasión, para mostrar la vigencia del concepto, tomé como punto de partida la situación de violencia de regiones como la latinoamericana, o las dinámicas propias del heteropatriarcado pues, a mi entender, el concepto de “mal común” no sólo es una de las críticas más contundentes y realistas en torno al momento histórico que vivimos y a cómo venimos conformando la realidad de la historia, sino que es de un profundo carácter ético, es decir, lleva a pensar en el hacer, en las acciones concretas y reales desde las que nos configuramos y que configuran la realidad, tanto en lo individual como en lo social.
Es precisamente por lo dicho en el párrafo anterior que considero que se puede hablar de un vínculo entre “mal común” y la necesidad de subvertir la historia para lanzarla en otra dirección (2000a, p. 359), para lo que es necesario hacernos cargo, cargar y encargarnos de la realidad, lo que, en el espíritu del legado ellacuriano, sólo puede hacerse desde un conocimiento profundo, exhaustivo y desideologizado de la propia realidad, y sólo puede hacerse desde dentro de la propia historia, es decir, no podemos conocer y buscar transformar la realidad de la historia desde fuera de ella.
Frente a la civilización del capital y de la riqueza, Ellacuría propuso un proyecto utópico, la civilización de la pobreza, en la que lejos de pretender la acumulación privada de recursos o el goce individualista –que se alcanzan a través de los medios y los modos ya señalados antes–, la apuesta está en hacer de la satisfacción de las necesidades básicas de todas las personas el punto de partida para pensar en algún tipo de “desarrollo”, y en el acrecentamiento de la solidaridad el fundamento de la humanización (2000b, p. 274). Se trata de un proyecto utópico, pero para Ellacuría la utopía tiene rasgos que la hacen historizable, de lo contrario se vuelve mero escapismo idealista que imposibilita el que respondamos a las exigencias que hoy plantea la realidad. Además, un rasgo importante de la utopía ellacuriana es que no apunta a la uniformidad o a la universalización de las respuestas que haya que dar a la realidad, sino que va a lo concreto y real a lo contextual, para desde ahí plantear las alternativas que respondan a dicho contexto.
El título del proyecto utópico ellacuriano, civilización de la pobreza, puede resultar incómodo, pues si de algo ha pretendido huir el proyecto civilizatorio que conocemos por experiencia, es precisamente de la pobreza; sin embargo, Ellacuría encontró en el modo de vida –y de muerte– de lxs pobres de su entorno una alternativa para evitar el desenlace fatal al que le pareció que se dirige la humanidad desde que la historia está movida por las dinámicas del capital. La pobreza a la que se apunta en el proyecto ellacuriano no es como aquella a la que son condenadxs millones de seres humanos que no pueden satisfacer sus necesidades básicas, todo lo contrario, si Ellacuría retoma la idea de la pobreza lo hace a partir de lo que se puede llamar una pobreza “evangélica”, y que más bien tiene que ver con la no-acumulación privada y con la solidaridad, por lo que no deja de tener rasgos de cuidado mutuo o de cuidado colectivo. Así, la propuesta utópica ellacuriana parte situándose en medio del sistema de muerte, conociéndolo teórica y experiencialmente, para poder plantear alternativas que supongan enfrentarlo y erradicarlo desde una praxis concreta –y hay que recordar que la praxis tiene un carácter social, por lo que, aunque las acciones individuales son de suma importancia, un cambio sociohistórico sólo puede darse a partir de cambios estructurales, que son siempre a nivel social.
Más allá de lo anterior, el concepto ellacuriano de “mal común”, como se ha visto, puede seguir dando cuenta del presente que vivimos como humanidad, sobre todo si se consideran las características que Ellacuría le asignó. A su vez, como también se ha intentado mostrar, se trata de un concepto de carácter ético que no se queda en la crítica del ordenamiento sociohistórico, sino que es principio de acción, pues, para Ellacuría, el conocimiento teórico no se opone a la praxis, más bien son momentos que se complementan.
Conclusiones
El concepto de “mal común” fue propuesto por Ellacuría en un contexto histórico marcado por la violencia y la injusticia estructural. Es ese contexto, producto de un ordenamiento mundial determinado, el que, en cierto sentido, identificó con el “mal común”. Como traté de mostrar, aquello a lo que Ellacuría se refirió no es algo del pasado, pues de lo que da cuenta el concepto es de una situación en la que la mayor parte de la humanidad (sobre)vive en condiciones que no le permiten ni siquiera la satisfacción de sus necesidades básicas, a lo que hay que sumar las condiciones de violencia que imperan en ciertas regiones del mundo. Se trata, como se vio en las características del “mal común”, de un estado de cosas que no solo hace estar mal, sino que arrastra a una profunda deshumanización y a la práctica de la malicia, pues el sistema es tal que no permite hacer la vida por fuera de los propios dinamismos que impone. Frente a esto, Ellacuría sostuvo la importancia de la utopía y de la esperanza activa como principios de cambio, pues la una mantiene la imaginación y la creatividad para buscar alternativas y la otra supone el no esperar a que los cambios se den por sí solos, sino que llama a implicarse en la construcción de aquello que se quiere ver en la realidad. El proyecto utópico ellacuriano puede sonar profundamente incómodo, pues se trata de una civilización de la pobreza que a lo que apunta no es a una pauperización universal, como señaló Sobrino (2007, p. 34), sino a que todas las personas puedan hacer su vida satisfactoriamente, lo que sin duda supone intervenir los dinamismos que han movido la historia y apuntar más bien al cuidado y a la solidaridad.
Referencias
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[1] Doctora en Estudios Humanísticos. maria.jose@tec.mx. https://orcid.org/0000-0002-6908-5861
[2] Me refiero aquí a la obra Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria de Silvia Federici, y a Capitalismo gore de Sayak Valencia.